Paula se concentró en respirar mientras el coche conducido
por un chófer se alejaba del Chesterton. Salir con un hombre
demoledoramente sexy e ir a uno de los sitios de moda en
Londres era exactamente lo que necesitaba para acabar con la depresión prenavideña.
Su confianza se había llevado un varapalo enorme cuando se encontró a Lucio con Tracy. Él había sido infiel y ella había creído que había pasado página, pero la verdad era que siempre se había culpado: no había hecho lo suficiente, no había conseguido que él mantuviera el interés. Ese leve
remordimiento la había desasosegado desde entonces y había conseguido que dudara de sí misma. Esa noche recuperaría esa parte de ella y pasaría página en cuerpo y alma.
Una mano cálida se posó en su pierna. Pedro le pasó el pulgar por la rodilla y ella tembló al notar el calor que traspasaba la lujosa seda que había pedido él para reemplazar sus mallas mojadas.
–No nos quedaremos mucho tiempo. No tienes motivo para
estar nerviosa.
La devoró con la mirada y el nerviosismo dejó paso a la
excitación sexual.
–No estoy nerviosa.
Era verdad. No estaba nerviosa por ir con él a ese acto. Le
daría algo de tiempo para prepararse para lo que sucedería
después. Además, tampoco estaría mal conocer un poco al
hombre con el que pensaba darse el primer, y seguramente
único, revolcón desenfrenado. Le gustaban los actos sociales y conocer a gente distinta. También le intrigaba la posibilidad de ver a Pedro con sus amigos. Siempre había sido un solitario en el colegio, a pesar de la ristra infinita de novias. Suponía que también sería una revelación ver lo distinto que era a ese chico inadaptado.
–¿Quién da la fiesta?
Él levantó la mano de su pierna, le pasó un rizo por detrás
de la oreja y se encogió de hombros.
–Una socia. Estoy en Londres por ella. Te aseguro que si no
hubiese insistido tanto, no estaríamos aquí –se inclinó y la besó en el cuello. A ella se le aceleró el pulso–. Se me ocurren otras cosas que preferiría estar haciendo. Hueles muy bien.
Paula tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para que sus
labios no la distrajeran.
–¿Quién es ella?
–¿Mmm? –murmuró él con indiferencia mientras la
agarraba de la cintura.
–¿Estás saliendo con ella?
Se arrepintió de haber hecho la pregunta cuando él dejó
besarle el cuello. La idea de que saliera con alguien hacía que se le revolviera el estómago.
Él le acarició una mejilla.
–¿Hasta qué punto crees que soy imbécil?
Él lo preguntó en un tono despreocupado, pero Paula captó
cierta aspereza. Resopló con alivio. Nunca haría daño a otra
mujer como se lo habían hecho a ella.
–Es que quiero estar segura de que no tienes alguna
relación. No me sentiría bien acostándome con el novio de otra.
Se puso rígido. No soportaba que le preguntaran por su vida
privada. Sin embargo, él tenía la culpa de eso. No podía
reprocharle que quisiera saber algo más sobre él. Había
precipitado las cosas y ese era el resultado inevitable.
No había pensado dejarse llevar tan deprisa. Solo había
pensado besarla, pero le resultó tan deliciosa, y su reacción tan natural y seductora, que necesitó deleitarse más, como un hombre hambriento en un banquete. Sus leves gemidos
mientras le acariciaba el muslo, el peso de sus abundantes
pechos sobre el pecho y el olor de su pelo eran tan eróticos que se había puesto duro como una piedra en cuestión de segundos.
Se había humedecido, había estado dispuesta y cuando
sintió sus contracciones alrededor del dedo había estado a
punto de eyacular en los calzoncillos. Había necesitado todo el dominio de sí mismo para no arrancarle la ropa y entrar en ella hasta adentro.
Se había olvidado de la ridícula fiesta de Helena y del motivo
para haber cruzado el Atlántico. En cambio, el deseo de
quedarse en la suite y de devorar a Paula Chaves había sido
casi irresistible. Debería haber ganado un Oscar por su
representación al fingir que no estaba tan alterado como
estaba, pero se había contenido porque sabía por experiencia que perder el dominio de sí mismo y precipitarse con el sexo no era una buena idea. Ya no lo hacía y, una vez sereno y fuera de peligro, había recordado por qué.
Llevarla a la fiesta de Helena le daba la oportunidad de
sofocar la lujuria. Además, volver a ver a Helena haría que se encontrara cara a cara con todos los motivos que tenía para no bajar la guardia con ninguna mujer, ni siquiera con una que parecía tan franca como Paula.
Por todo eso, debería darle igual que ella pensara mal de él.
Dejó de importarle la opinión de los demás cuando era un niño, cuando se dio cuenta de que, hiciera lo que hiciese, siempre pensarían lo peor de él. Sin embargo, las acusaciones de infidelidad de Helena, permanentes y completamente infundadas, no le habían molestado tanto como la resignación y decepción que podía ver en los ojos de Paula.
No conocía a Paula y solo quería conocerla en el sentido
físico. La única conexión que tenían era esa sintonía sexual que se apagaría en cuanto se hubiesen saciado el uno al otro.
–No tengo ninguna relación –contestó él haciendo un
esfuerzo para parecer despreocupado–. Además, no estaría
intentando seducirte si la tuviese.
–Lo siento –susurró ella–. No quería insinuar que fueses un
sinvergüenza.
Había sido tan sincera que la tensión se disipó tan deprisa
como había llegado. La agarró de la cintura y la atrajo hacia sí. El cinturón de seguridad se le tensó debajo del pecho y él clavó la mirada en el tentador escote.
–Paula, si hay algo que no he tenido nunca es vergüenza –le
pasó los labios por el cuello–. Si supieras lo que pienso hacer contigo más tarde, sabrías la poca vergüenza que tengo.
Ella dejó escapar una risa ronca e inclinó la cabeza hacia
atrás para mirarlo.
–Que yo sepa, no he dicho que vaya a volver contigo más
tarde.
–Pero volverás. ¿Te recuerdo lo convincente que puedo ser?
Ella se pasó la lengua por al labio inferior y él bajó la mano
por la cadera, la introdujo por debajo del abrigo y le acarició el muslo. Ella se la agarró y volvió a llevarla a la cintura.
–Déjalo –contestó ella con una sonrisa nerviosa–. Mejor que
no escandalicemos al chófer.
–¿De verdad? –preguntó él acariciándole una mejilla.
–Ya hemos llegado al restaurante, señor Alfonso.
–Vuelve dentro de una hora, Dave.
Una hora le bastaría para tranquilizarse y para dominar la
situación antes de abordar otra vez a Paula.
–Acabemos con esto.
La agarró con firmeza de la mano y se dirigió hacia la
entrada del restaurante con impaciencia. Había sido muy
sensato al tomarse un tiempo para sosegar las cosas, pero, en ese momento, cuando le quedaba toda una hora por delante hasta que pudiera tenerla desnuda, le hubiera gustado haber sido mucho más insensato.
****
La excitación se adueñó de ella mientras entraba en el
vestíbulo de la octava planta de la torre. El pulso le palpitaba
como un metrónomo mientras olía el aroma viril de Pedro.
Esa noche sería una aventura que pensaba disfrutar. Por una vez, no iba a preocuparse por el día siguiente. Relájate y disfruta. Se repitió las palabras de Nadie como una letanía.
Contuvo el aliento cuando Pedro la condujo al bar con vistas
panorámicas lleno de gente vestida con trajes de noche de
diseñadores exclusivos. El sonido de las conversaciones y de las copas al chocar servía de fondo para el ritmo sincopado de un grupo que tocaba en un rincón. Atónita, miró por el ventanal y pudo ver todo Londres a sus pies.
Vaciló y le agarró con más fuerza la mano a Pedro.
–No me extraña que este sitio esté de moda.
–Sí –confirmó él, aunque no parecía muy impresionado–.
Helena siempre ha sabido dar una fiesta.
–¿Quién es Helena?
Pedro se puso rígido antes de que pudiera contestar y apretó
los dientes mientras una mujer alta con un vestido de seda rojo se abría paso entre el gentío y se dirigía hacia ellos. Era tan delgada y delicada que se le veían las clavículas. O era una supermodelo o tenía algún trastorno alimentario. Paula decidió que era lo primero, que sus pómulos, sus ojos almendrados y sus labios podrían merecerse la portada de una revista de moda.
Pedro le soltó la mano, la agarró de la cintura y soltó un
improperio en voz baja.
–Hola, amorcito –le saludó la mujer, quien, con esos
tacones, era casi tan alta como Pedro–. Cuánto tiempo sin vernos.
Paula se sintió envuelta en una nube de perfume carísimo
cuando la mujer se inclinó y posó sus labios rojos en los de Pedro.
La boca se quedó demasiado tiempo allí como para que el beso pareciera meramente amistoso y ella se preguntó si se habría vuelto invisible.
Pedro la agarró de la cintura y la apartó sin reparos.
–¿Puede saberse dónde está Brian? –preguntó él en tono
gélido.
–Eso es algo que yo sé y que tú tendrás que adivinar –
contestó la mujer parpadeando y con los pómulos ligeramente sonrojados.
–No he venido hasta aquí para jugar, Helena –replicó él sin
disimular el fastidio.
La mujer bajó las larguísimas pestañas y sonrió con
indolencia.
–No seas aguafiestas –le pasó una uña impecable por el
pecho–. Tengo buenas noticias. Hay algunos amigos que tienes que conocer. Ya les he abierto el apetito y están deseando saber algo más de Artisan para poder invertir.
Pedro le agarró el dedo y se lo bajó.
–Sabes mejor que nadie que no busco más inversiones.
–Deja de poner inconvenientes –ella hizo un gesto
desdeñoso con la mano–. No vas a vender Artisan. Sé cuánto significa la empresa para ti, yo fui quien te vio sudar sangre por ella.
–Cumplió su cometido –replicó él inexpresivamente–. No
me pongo sentimental por la empresa, como no me pongo
sentimental por el pasado.
El tono gélido hizo que Paula sintiera un escalofrío. ¿Quién
era esa mujer? ¿Por qué la confianza entre ellos le recordaba desagradablemente a la fiesta de fin de año del año pasado, cuando Lucio, entre risas, le presentó a Tracy como una compañera de trabajo? Sabía que no tenía ningún derecho sobre Pedro, que eso solo era una cita que prometía acabar con una sesión de sexo desenfrenado, pero eso no impedía que se sintiera incómoda. Se aclaró ruidosamente la garganta. Helena giró la cabeza y la miró como si acabara de darse cuenta de que estaba allí, pero no se presentó. La hostilidad era más que evidente, pero Paula también captó cierta tristeza y angustia, lo que hizo que quisiera desaparecer.
–¿Voy a buscar unas bebidas? –le preguntó a Pedro.
Hubiera lo que hubiese entre esos dos, no quería saber qué
era.
–Vamos juntos –contestó él–. Te veré luego, Helena.
Sin embargo, cuando tomó la mano de Paula y fue a sortear a su anfitriona, esta se interpuso en su camino y le tapó el paso.
–¿Qué pasa, Pedro? –le preguntó en un tono que hizo que
varias cabezas se volvieran–. ¿No quieres presentarle a tu
pequeña buscona a tu esposa?
****
Él soltó un juramento mientras el asombro y la incredulidad
le zumbaban en los oídos a Paula. ¿Su esposa? Se puso roja al ver que los invitados la miraban. Pedro dijo algo en voz baja y con rabia, pero ella no pudo entenderlo. Se soltó de su mano y salió apresuradamente del bar sin mirar atrás.
Pulsó el botón del ascensor frenética. Su maravillosa
aventura había terminado. Debería habérselo imaginado.
–Espera,Paula –una mano la agarró del brazo e hizo que se diera la vuelta–. ¿Puede saberse adónde vas?
–A mi casa.
–Helena no es mi esposa. Llevamos más de cinco años
divorciados y muchos más separados. Además, hasta hace diez segundos, creía que había venido con su nuevo prometido.
–Gracias por decírmelo a hora –replicó ella con sarcasmo
para disimular las lágrimas–. Podrías habérmelo dicho antes.
–No tengo ningún interés en hablar de ella ni de mi
matrimonio –dijo él.
Miró fijamente los botones del ascensor como si su vida
dependiera de ellos. No quería mirarlo a él. ¿Por qué no llegaba el ascensor? Tenía que llegar antes de que hiciera algo tan ridículo como echarse a llorar.
–Porque no hay nada que decir. Nunca tuve una relación
verdadera con ella. Nuestro matrimonio duró seis meses y no me he arrepentido jamás. Que ella se engañe a sí misma e insista en fingir que sigue habiendo algo entre nosotros no es asunto mío –le tomó la barbilla y le levantó la cabeza–. ¿No puedes mirarme mientras tienes la rabieta?
–No es una rabieta.
Para asombro de ella, él sonrió ligeramente.
–A mí me lo parece.
–Porque a ti no te han llamado pequeña buscona delante de
trescientas personas.
–Estoy seguro de que solo son doscientas cincuenta –replicó
él sonriendo abiertamente.
Él puso una mano en el hombro, pero ella se giró un poco
para quitársela.
–Paula, no estás viendo la parte positiva –siguió él en tono
burlón.
–¿Qué parte positiva?
Ella intentó ser tajante para que no la engatusara con esa
sonrisa sensual y esas caricias. La habían humillado. Una mujer que ni siquiera la conocía le había llamado buscona.
Sin embargo, a él le parecía que todo era muy gracioso.
La siguió al ascensor, pulsó el botón de planta baja y le tomó
la cara entre las manos.
–La parte positiva es que nos marchamos ahora mismo, una
hora antes de lo previsto.
Una oleada de deseo se adueñó de ella.
–No creerás que todavía hay algo que hacer esta noche,
¿verdad? –preguntó intentando parecer indignada.
Él se inclinó para besarle el cuello.
–Bueno…
–Pues te equivocas –replicó ella.
Él la miró fijamente a los ojos mientras le agarraba la
cintura.
–Mientes muy mal –la estrechó contra sí–. Dime que no me
deseas y te llevaré a tu casa.
Se quedó muda al sentir su erección en el abdomen. No
podía decirlo porque lo deseaba y, además, tenía razón, lo
deseaba como no había deseado nada en su vida.
–No es bueno conseguir todo lo que quieres –farfulló ella
hipnotizada.
Le pasó un pulgar por un pezón y ella gimió.
–Será esta noche –afirmó él.
El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas y salieron
mientras él sacaba el móvil del bolsillo del pantalón. Lo abrió y marcó sin dejar de mirarla.
–Ya hemos terminado, Dave. ¿Cuánto tardarás en llegar?
Él apretó los labios al oír la respuesta.
–¿Cuánto va a tardar? –preguntó ella mordiéndose el labio
inferior.
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