Pedro vio el algodón blanco y notó una punzada en las
entrañas. Esa ropa interior tan corriente hizo que la visión se le nublara. Para ser baja, tenía las piernas muy largas. La delicada y sonrosada piel de los muslos hacía que el blanco de las bragas fuese más llamativo.
Sin embargo, lo más excitante había sido que lo recordara.
Cuando esos ojazos azules lo miraron hacía un momento, el
recuerdo fue tan intenso que supo que no era un error ni una
jugarreta de su libido. Era la chica que lo interrumpió cuando
estaba con una de sus novias en la escalera de servicio del
colegio. No recordaba el nombre de aquella novia ni su cara.
Solo recordaba que estaba más que dispuesta y que no tenía sentido del humor. Por eso, la dejó tirada como a una colilla cuando gritó y asustó a la chica que los había sorprendido.
Sin embargo, sí podía ver a Paula Chaves con claridad. A
él lo expulsaron del colegio dos días después y el recuerdo se perdió entre todo lo que tuvo que soportar por la expulsión.
Aunque la imagen de aquel rostro le había vuelto con una
claridad asombrosa.
Ella era demasiado joven para él y su belleza no era nada
convencional. Aquellos ojos cautivadores eran demasiado
grandes para su rostro y los labios parecían muy carnosos.
Su forma de mirarlo le había impresionado. Aquellos ojos eran inmensos y él se había sentido como si pudiera ver dentro de su alma. Él había sonreído porque ella se había quedado asombrada y le había parecido divertido, pero también porque, por un segundo, no se había sentido harto, enfadado y rencoroso, incluso, se había olvidado de quitarle el sujetador a aquella chica sin nombre.
Desgraciadamente, cuando Paula Chaves y sus bragas
blancas desaparecieron en la sala, ya no se sentía como un niño.
Aquella niña había crecido. Apretó las mallas mojadas con el
puño, se las llevó a la nariz y se dio cuenta de que estaba metido en un lío. La idea de invitarla a su suite le había parecido una buena idea en su momento. Tenía una hora hasta que tuviera que ir a la reunión de Helena para convencerla de que lo dejara en paz y no quería pensar en la pesadilla que iba a ser. Paula podría ser una buena manera de distraerse.
La erección le palpitaba entre las piernas. No solo iba a
costarle contenerse durante los cuarenta minutos que iban a
tardar en limpiar el abrigo, sino que no pensaba intentarlo.
Lo cual, le molestaba. Ya no seducía a mujeres que acababa de conocer.
****
Paula se quedó junto al ventanal mirando Hyde Park y las
luces de Navidad. Dio un sorbo del vino que se había servido y dejó la copa en una mesilla de nogal. Tenía que tener cuidado y no bebérsela rápido. Sería mejor mantenerse sobria y sensata.
Se dio la vuelta y comprobó todo el esplendor de la suite.
Solo la sala ya era bastante más grande que su piso.
¿Cómo era posible que ese chico al que habían expulsado
del colegio hacía solo catorce años hubiese acabado pudiéndose pagar la suite de uno de los mejores hoteles de Londres?
–Ya está.
Pedro entró y dejó la tarjeta magnética junto a la copa de
vino. Abrió el mueble bar y sacó una botella de cerveza
importada.
–¿Te la relleno? –preguntó señalando la copa de vino.
–No, gracias. ¿Sabes cuánto tardarán en la lavandería?
–Unos cuarenta minutos –contestó él sentándose en uno de
los sofás de cuero–. Siéntate –señaló el sitio al lado suyo con la botella, se quitó los mocasines y puso los pies encima de la mesa–. Ponte cómoda.
Eso era muy poco probable. Verlo repantingado en el sofá
hacía que el pulso se le desbocara. Parecía un modelo de revista con la barba incipiente, el pelo revuelto y esas piernas largas y musculosas. Pedro Alfonso no era un bombonazo, era la bombonería entera.
Se sentó en el extremo opuesto del sofá. La túnica se le
subió y rápidamente volvió a sentarse encima de las piernas
para esconder cualquier resquicio de algodón blanco.
–¿Cómo lo conseguiste? –preguntó ella.
–¿El qué? –preguntó él perplejo.
–Es que me preguntaba cómo…
No terminó la frase y deseó no haber hecho la pregunta.
¿Estaría abochornado de su pasado? Lo dudaba. Parecía muy cómodo entre ese lujo. Aun así, no quería ser indiscreta.
–¿Cómo he conseguido todo esto?
Asintió con la cabeza y dio otro sorbo de vino. Él ladeó la
cabeza como si meditara la respuesta.
–Descubrí que tenía talento para el diseño. Mejor dicho, el
encargado de vigilar mi libertad condicional descubrió que tenía talento para el diseño.
–¿Encargado de vigilar tu libertad condicional…? –preguntó
ella con los ojos como platos.
–Tranquila –él sonrió con un brillo en los ojos–. No soy un
expresidiario.
–No había pensado que lo fueras –mintió ella.
–El colegio presentó cargos después de expulsarme.
–Eso es ridículo. Los dibujos eran divertidos.
Ella todavía podía acordarse de por qué lo habían expulsado
y de las caricaturas de los profesores que había dibujado con un espray en la pared trasera del gimnasio.
–Gates nunca tuvo sentido del humor –Pedro se encogió de
hombros–. A mí me salió bien. Tuve que vivir en un cuartucho e hice un curso de arte en una fundación gracias al funcionario que me asignaron, quien sí creía que podía rehabilitarme.
–Pero no necesitabas rehabilitarte. Solo necesitabas que
alguien creyera en ti.
–Buscas la parte buena de todo, ¿verdad? –preguntó él con
una sonrisa indulgente.
–No, es que… Es que no te merecías que te trataran con
tanta dureza. Solo fue algo divertido.
Él dejó la botella en la mesa.
–Fue un delito y no fue la primera vez. Claro que me lo
merecía –él siguió sonriendo como si no le importara–. Sin
embargo, ya hemos hablado bastante de mí –bajó los pies de la mesa y apoyó los codos en las rodillas–. Vamos a hablar de ti,eres mucho más interesante.
–¿Yo? yo soy corriente –ella se llevó una mano al pecho–. Te aseguro que no soy tan interesante como tú.
–Eso lo decidiré yo –levantó la botella y se la llevó a la boca
mirándola con una intensidad que la dejó sin respiración,dio un sorbo y ella, sin querer, se fijó en sus sensuales labios
–Claro, no soy nada corriente –ya le gustaría a ella–. Al
contrario que tú, que eres del montón –añadió ella sin poder
resistir la tentación de aletear las pestañas.
Él, en vez de quedarse espantado por su intento de
coquetear, chocó la botella con su copa.
–No eres corriente. ¿Por qué no me crees?
Ella dio otro sorbo. El vino le bajó por la garganta.
–¿Qué tengo de excepcional?
Él volvió a dejar la botella en la mesa, se levantó, le tomó
una mano y tiró de ella para que también se levantara.
–Levántate para que pueda examinar con detenimiento las
pruebas.
Ella obedeció y se quedó en silencio mientras la observaba
de arriba abajo.
–Tus ojos tienen un color excepcional. Me fijé en cuanto te
subiste a mi coche. Aunque estuvieses mojándome la tapicería.
Estaba tan cerca de él que la hebilla del cinturón le rozaba el
abdomen. El estremecimiento se convirtió en una oleada
ardiente entre los muslos.
–Quiero besarte.
Ella le miró la boca, esos labios sensuales que devoraron a
Jenny.
–¿Quieres… besarme? –balbució ella.
Él le pasó un pulgar por el labio inferior.
–Debo de estar perdiendo facultades. ¿Acaso no es
evidente?
–Pero acabamos de conocernos –susurró ella sin saber
cómo responder a su provocación.
¿De verdad quería besarla? ¿Por qué estaba ella
discutiéndolo?
–No es verdad –replicó agarrándola de la cintura–. Nos
conocemos desde el colegio.
–Pero no te acuerdas de mí.
–Claro que me acuerdo –ella sintió la calidez de su aliento
en la mejilla–. Eres la pequeña mirona que estaba en la escalera.
–¿Te acuerdas? –ella se apartó un poco–. ¿Por qué?
–Ya te he dicho que tus ojos son excepcionales.
Él esbozó la misma sonrisa despreocupada que la había
cautivado hacía más de una década y lo entendió todo. No
estaba seduciéndola, estaba riéndose de ella. Le apoyó una
mano en el pecho y retrocedió. El zumbido embriagador de la seducción había dejado paso al bochorno.
–Tengo que irme.
–¿Por qué tienes tanta prisa de repente? –preguntó él
agarrándola de un codo.
–Es que… tengo que irme –farfulló ella soltándose el codo.
–No seas absurda. No han traído el abrigo aún.
Ella se bajó el borde de la túnica al sentirse destapada.
–Esperaré abajo, en el vestíbulo.
Sería ultrajante bajar descalza, pero ¿qué podía ser más
ultrajante que sonreír con arrobo a un hombre que estaba
riéndose de ella? Cruzó la sala con la cabeza muy alta.
–Espera. Estás siendo absurda. ¿Qué te ha molestado?
Ella se paró en seco y de dio la vuelta. Él, de pie junto a la
mesita, parecía la encarnación del pecado original y la
humillación se mezcló con el agravio hasta formar una masa que la abrasó por dentro.
–Ya sé que soy absurda. Me encapriché de ti y solo yo tuve
la culpa, lo reconozco –Paula volvió y le golpeó el pecho con la punta de un dedo–, pero eso no te da derecho a reírte de mí, ni ahora ni entonces.
Él le agarró el dedo y sus ojos se oscurecieron.
–No estoy riéndome de ti, ni ahora ni entonces.
–Sí te reíste. Oí que Jenny y tú os reíais de mí.
Repasó la escena mil veces el mes siguiente y cada vez se
sintió más humillada. ¿Por qué se había quedado como un
pasmarote? ¿Por qué le había sonreído?
–¿Puede saberse quién es Jenny? –preguntó él.
–Increíble –contestó ella con desesperación–. ¿Tampoco te
acuerdas de ninguna de las chicas con las que te acostaste
entonces?
–Fue hace mucho tiempo –él se pasó los dedos por el pelo–.
Además, no me acosté con ella, se llamara como se llamase. Tú lo impediste.
–Me alegro de haber salvado a Jenny de que se convirtiera
en otra muesca en el cabecero de tu cama.
–No salvaste a Jenny. Se salvó sola. Mi interés se enfrió en
cuanto me di cuenta de lo que era.
–¿Por qué cambiaste de opinión con Jenny? ¿Se negó a
besuquearte?
Él arqueó las cejas por el tono sarcástico.
–No se negó a besuquearme –contestó él sin alterarse–. Yo
me negué a besuquearla después de que te gritara y te aterrara.
–Yo… –Paula tuvo que olvidarse de la diatriba que tenía
pensada–. ¿Después de qué?
–No me gustan los matones y se lo dije. Ella se sintió
ofendida y se largó. Yo, me alegré.
–Pero tú… –eso no podía ser verdad. Ella recordaba el
incidente de otra manera–. Pero tú también estabas riéndote de mí. Te oí.
–Lo dudo mucho, porque lo que hizo ella no me pareció
nada gracioso.
–Yo creía… –toda la fuerza se le iba desinflando como un
globo pinchado–. Lo entendí mal.
Él la había defendido. Eso debería haberle agradado, pero
solo hacía que se sintiera más idiota. ¿Por qué había dado por supuesto que no la había defendido? ¿Por qué tenía tan poca autoestima ya entonces? ¿Por qué se había puesto como un basilisco por un incidente que sucedió hacía muchos años y que no había significado absolutamente nada?
Seguramente, él habría pensado que estaba como una
cabra. Se atrevió a mirarlo, parecía divertido y su maldita sonrisa le formaba un hoyuelo muy sexy en la mejilla.
–Ya que lo hemos aclarado, ¿por qué no te sientas otra vez y te terminas el vino?
El vino era lo que menos necesitaba, pero hacer lo que él
decía parecía mucho más fácil que meterse en una discusión
sobre el ridículo que había hecho. Se sentó en el borde del sofá, se llevó la copa a los labios y se le ocurrió algo más desalentador todavía. Él había pensado besarla, pero ya no había ninguna posibilidad de que quisiera besarla.
–Hablemos de ese encaprichamiento –dijo él mientras
tomaba la botella.
Ella tomó aire en vez de vino y se atragantó.
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