viernes, 1 de enero de 2016

CAPITULO 14





–Vamos a tomar algodón azucarado.


Pedro le agarró la mano enguantada y la arrastró entre la
multitud.


–No puedo más –Paula se frotó el abdomen–. Hemos
comido perritos calientes hace media hora y todavía tengo las tripas revueltas de la montaña rusa.


–¡Lo ves! –Pedro se rio mientras se paraba en el puesto–. Las mujeres son unas acompañantes pésimas para las ferias.


Él pidió dos algodones azucarados enormes.


–Eso es una sandez –Paula se puso en jarras con una
indignación fingida mientras se comía un trozo enorme de
algodón–. Se me han revuelto los sesos en la noria, he bajado a ochenta kilómetros por hora por el tobogán gigante y casi me trago la lengua en eso que llaman «gravedad cero», pero no me he quejado ni una vez.


Él le rodeó la cintura con un brazo y le dio un beso con sabor
a azúcar.


–Gritaste como una niña en la casa encantada.


Ella sonrió y la esperanza renació al ver el cariño reflejado
en su rostro.


–Una cabeza cortada me rozó la oreja –replicó ella
intentando parecer seria–. Deberías perdonármelo.


Él le tocó la punta de la nariz con la suya y ella se
estremeció.


–No me oíste gritar a mí, ¿verdad? –murmuró él en un tono
íntimo y burlón.


Ella lo apartó entre risas.


–Desde luego, te acobardaste.


–Me acobardé de una forma viril y eso está permitido.
Todavía puedo oír aquel alarido.


–¿Quién está quejándose ahora? –preguntó ella arqueando
una ceja.


–Yo, no –le agarró una mano–. No has estado mal como
acompañante en una feria, para ser una mujer –añadió con
sorna.


Ella le dio un manotazo en el brazo y fueron a pasear
agarrados de la mano entre los puestos navideños que había a la entrada de la feria que instalaban todos los años en Hyde Park.


Se estremeció por una corriente de viento y él le pasó un brazo por los hombros abrazándola contra su costado mientras tiraba a un cubo de basura lo que le quedaba de algodón.


–¿Qué te parece si volvemos al hotel para que entres en
calor?


Ella le rodeó la cintura mientras salían del parque, pero
sabía que no necesitaba entrar en calor porque la chispa que
prendió dentro de ella hacía unos días ardía como una
llamarada. Los últimos cinco días habían sido mágicos. Él había celebrado las reuniones por las mañanas y habían tenido las tardes y las noches para jugar.


Habían ido a patinar sobre hielo, habían tomado vino
francés con carne asada y patatas fritas en un restaurante muy elegante de Mayfair y champán con ostras en un bar italiano de Picadilly. Habían paseado, con el brazo de él sobre sus hombros, por Kensington Gardens e, incluso, lo había arrastrado a las rebajas de Oxford Street.


Además, todas las noches habían hecho el amor
apasionadamente. Estaba tan receptiva que bastaba que la
mirara con avidez para que se humedeciera y su cuerpo se
preparara para disfrutar de todo el placer que sabía que él iba a proporcionarle. Estaba enamorándose y sus sentimientos ya no la asustaban.


No habían vuelto a tener una conversación seria sobre el
pasado o cosas así. No habían hablado de lo que pasaría al cabo de dos días, cuando él volviera a Nueva York, y él tampoco le había dicho nada concreto sobre que siguieran la aventura. Sin embargo, algunas veces, los actos decían más que las palabras.


El cariño y gozo que brillaban en sus ojos color esmeralda
cuando la miraba, cuando le tomaba la mano, la besaba, la abrazaba y le acariciaba la mejilla en público. Además, le hacía el amor, dos o tres veces por la noche y por la mañana también, con una pasión y un anhelo más intenso cada día que pasaba.


Todas esas cosas solo podían significar una cosa. Él también estaba enamorando se de ella. Aunque, dadas sus relaciones anteriores, no lo sabía.


El día siguiente era fin de año y él había hecho una reserva
en la terraza de un exclusivo club sobre el Támesis para ver las campanadas y los fuegos artificiales.


Con su brazo por los hombros, y mientras se alejaban del
bullicio y las luces de la feria, ella hizo un propósito para el año nuevo. Si él no había dicho nada al día siguiente por la noche, ella tomaría la iniciativa. Nadia le había dicho que tenía que luchar por lo que quería, y eso era lo que pensaba hacer. No iba a presionarlo ni a hacer una declaración de amor eterno, pero ¿por qué no iba a preguntarle si tenían un porvenir juntos? Le parecía una tontería tirar por la borda todo lo que tenían solo porque los dos estaban asustados o eran cautelosos o desconocían el amor y no reconocían que los sentimientos eran más profundos que una mera aventura de Navidad.


****


–Dentro de diez minutos podremos largarnos –murmuró
Pedro con un brazo alrededor de la cintura de Paula.


–No creo –replicó ella mirándolo a los ojos junto al ventanal
que daba al Támesis–. Tenemos que ver las campanadas del Big Ben y los fuegos artificiales. La vista desde aquí es increíble.


–Yo tengo una vista mucho mejor –le mordisqueó el lóbulo
de la oreja–. También tengo pensados unos fuegos artificiales mucho mejores.


Ella se rio y le agarró las manos para que no siguiera
acariciándola.


–Para. No has pagado quinientas libras para perderte lo más
importante.


–Paula–él también se rio–, para mí, lo más importante de
esta noche no es que estemos en una terraza con otras cien
personas.


Ella le rodeó el cuello con los brazos y sonrió.


–Solo tienes que tener un poco de paciencia. Es la última
noche que vamos a pasar juntos y quiero que sea especial.


Él se puso un poco tenso y la agarró de la cintura. Le había
dado la oportunidad que había estado esperando. Llevaba varios días sopesando las posibilidades, y esa mañana había tomado la decisión. Todo había salido de maravilla los días anteriores. Se había divertido con ella como no recordaba haberse divertido con otra persona. Ella parecía entenderlo como ninguna otra mujer. Era inteligente, animada, deliciosamente optimista y no tenía la necesidad de aferrarse a él. En realidad, la falta de expectativas de ella le había permitido relajarse y disfrutar sin temer la agobiante perspectiva de un compromiso. Quizá, la idea de rebajar la intensidad no hubiese dado resultados porque la necesidad insistente se había convertido en un anhelo constante y creciente que le había costado dominar cada vez más. Sin embargo, eso ya no le preocupaba, porque no se había
producido el aterrador momento de la declaración de amor. 


Él había mantenido las cosas en un tono despreocupado y evasivo, incluso había sacado tiempo para celebrar las reuniones que le había organizado sus asistente personal, y Paula había transigido. Ni siquiera había exigido o pedido nada. Aun así, aunque había sentido cierto alivio, también le había crispado que se acercara el momento de marcharse porque iba a tener que ser él quien hiciese la pregunta. Sin embargo, ella lo miraba con un brillo de emoción en los ojos y supo que no podía esperar más.


–En cuanto a que sea la última noche… –Pedro hizo una
pausa–. Estaba pensando…


Tenía que decirlo. No era para tanto. Si ella se negaba, no
sería el fin del mundo.


–¿Estás muy ocupada? De trabajo, quiero decir.


Ella ladeó la cabeza con un brillo deslumbrante en los ojos.


–¿Por qué lo preguntas?


Él la agarró con más fuerza. Quizá no fuese el fin del mundo, pero el deseo de que ella aceptara era casi insoportable.


–¿Por qué no vuelves conmigo mañana? –le preguntó lo
más despreocupado que pudo–. Una semana o dos. Tengo un comprador para la empresa y mañana pretendo consumar la venta. He pensado que voy a descansar un poco cuando vuelva a casa y podría enseñarte Nueva York. Es una ciudad increíble.


Pedro cerró la boca al darse cuenta con espanto de que
estaba empezando a hablar por hablar. Parecía un niño que le pedía a una niña que saliera con él por primera vez.


Sin embargo, ella sonrió de oreja a oreja y el corazón,
desbocado por el pánico, se serenó.


–Eso… –empezó a decir ella–. No sé qué…


–No digas nada todavía –la besó en la boca mientras la
multitud gritaba para recibir al año nuevo–. Tenemos toda la
noche para que tomes la decisión.


Le dio la vuelta y la abrazó por la espalda para ver la escena
por el ventanal.


–Vamos a ver los fuegos artificiales antes de que te saque de aquí para ocuparme de ti.


El Big Ben dio las campanadas y el cielo se llenó de luces y
colores. Paula apoyó la cabeza en su hombro y lo miró.


–Feliz año nuevo, Pedro.


–Feliz año nuevo.


Supo que iba a acompañarlo. La besó apasionada y
posesivamente. Iba a ser un año nuevo feliz, al menos, para él.






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