viernes, 1 de enero de 2016

CAPITULO 12





–Feliz Navidad, señor Alfonso–murmuró Paula mientras se
sentaba en las rodillas de Pedro.


Él le rodeó la cintura y la abrazó con fuerza.


–Lo mismo digo, señorita Chaves –la besó en el cuello y
se le alteró el pulso. Acababan de darse un baño juntos y de
devorar un desayuno pantagruélico–. ¿A qué hora tienes que
estar en casa de tu amiga?


–Todavía falta un rato.


–¡Fantástico!


Él se levantó con ella en brazos y fue a dirigirse hacia el
dormitorio, pero ella se zafó y se bajó.


–No corras –replicó con la respiración entrecortada por la
excitación–. Tengo una sorpresa para ti en honor a la Navidad.


Estaba impaciente por ver la reacción de él.


–Qué bien… –él esbozó una sonrisa sugerente y agarró el
cinturón del albornoz–. Es lo que estaba esperando.


Ella le dio un manotazo en la mano.


–No es una sorpresa de ese tipo. Eres un obseso, solo
piensas en lo mismo.


–A juzgar por cómo te has abalanzado sobre mí en la
bañera, creo que no soy el único.


Ella se rio por su tono de enojo fingido y fue hacia el enorme
abeto. Tomó un paquete con un envoltorio brillante y una
tarjeta y volvió hasta él.


–Feliz Navidad, Pedro.


Él, en vez de tomarlo, se metió las manos en los bolsillos del
albornoz y frunció el ceño.


–¿Qué es esto?


–Un regalo de Navidad –contestó ella con entusiasmo y el
paquete en alto.


Él, sin embargo, no sacó las manos de los bolsillos y frunció
más el ceño mientras lo miraba como si fuese una bomba.


–Pero te dije que no me importaban los regalos de Navidad.


Ella bajó el regalo con el corazón acelerado al ver la
expresión de él. Había esperado que se sorprendiera. Se había convencido de que la decisión de comprarle un regalo era solo para agradecerle que le hubiese devuelto la parte de sí misma que había perdido. Sin embargo, en ese momento, tenía que reconocer que también lo había hecho para sacudirlo de ese escepticismo sobre la Navidad.


–Yo no te he comprado nada –añadió él con la voz ronca y
una actitud rígida.


–Ya lo sé –contestó ella con la emoción atenazándole el
pecho por la idea de que eso pudiera preocuparlo–. No
esperaba que lo hicieras –le agarró un brazo, sacó la mano del bolsillo y dejó el paquete en la palma–. Solo es un detalle para agradecerte todo lo que me has dado la semana pasada.


–¿Qué te he dado? –preguntó él con recelo.


–Un montón de sexo increíble de verdad –contestó ella con
desenfado.


Sin embargo, cuando vio que él se relajaba un poco, se dio
cuenta de que le había dado mucho más que eso. Estar con él había sido emocionante y estimulante, la había liberado de los errores de sus relaciones anteriores. Con él, en vez de
preocuparse por el futuro, había podido vivir el momento y disfrutar de su relación sin más. Se había divertido como nunca.


Darle el regalo le parecía la manera perfecta de decírselo sin
palabras.


–Gracias por eso –siguió ella con descaro–. Además, has
pagado todo el servicio de habitaciones y creo que te debo algo.


Él se rio y dio vueltas al paquete como si no supiera qué
hacer con él.


–No sé si debería sentirme utilizado o halagado por recibir
un regalo por los servicios prestados.


–Yo diría que un poco de todo –ella se rio muy complacida
por haber conseguido que aceptara el regalo–. ¿Por qué no lo abres?


–De acuerdo.


Él volvió a sentarse y empezó a desenvolverlo con tanto
cuidado que a ella se le aceleró el corazón. Parecía como si
nunca hubiese recibido un regalo. Era absurdo, pero no pudo
quitarse la idea de la cabeza cuando él levantó el jersey verde esmeralda que le había comprado y lo miraba como si fuese algo que no tenía precio.


–Paula, es caro. Demasiado caro.


–¿Te gusta?


Ella lo preguntó aunque no hacía falta. Su expresión
maravillada lo decía todo, y ella la atribuía tanto a haber
recibido un regalo como al regalo en sí.


–Sabes que me gusta, pero no puedo…


–No ha sido tan caro –le interrumpió ella–. Desde luego, no
me ha costado tanto como cuatro días de servicio de
habitaciones en el Chesterton –Paula tomó la tarjeta de la mesa y se la dio–. Te has olvidado de la tarjeta.


Él la tomó sacudiendo la cabeza y a ella se le alteró el pulso.


–No deberías haberte tomado tantas molestias.


Ella sonrió contenta por habérselas tomado y por el
asombro de darse cuenta de que Pedro Alfonso, a pesar de su éxito, su dinero y su cantidad industrial de atractivo sexual, nunca había tenido una relación humana digna de ese nombre. Ella podía dársela el tiempo que estuvieran juntos.


***

Pedro sacó la tarjeta del sobre y miró fijamente el dibujo
mientras deseaba que la opresión que sentía en el pecho lo
dejara en paz. Sin embargo, empeoró mientras miraba la
fantástica caricatura de sí mismo junto a un árbol de Navidad
rodeado de regalos.



Leyó lo que ponía debajo:
Para Pedro, exchico malo, bombonazo extraordinario y
campeón de compras en ciernes.
Feliz Navidad,
Paula


Consiguió reírse a pesar del nudo que tenía en la garganta.


Estaba tan conmovido por esa tarjeta que se sintió un idiota.


¿Quién habría dicho que el espíritu navideño podía ser
contagioso? Levantó la mirada y vio a Paula sonrojada por el placer. Dejó la tarjeta en la mesa, se dio la vuelta y le agarró el cinturón de la bata.


–Ven aquí, listilla.


Tiró de ella hasta que la sentó a horcajadas en sus rodillas.


Paula apoyó las manos en sus hombros y él sintió que se le
revolvían las entrañas al ver la sonrisa dulce y complacida de ella.


–Me siento mal por no tener nada para ti –comentó él
acariciándole las clavículas con un pulgar.


–No pasa nada, Pedro –ella entrecerró los ojos cuando él le
bajó un dedo por el escote del albornoz–. ¿Acaso no sabes que es mucho mejor dar que recibir? –ronroneó ella con la voz ronca por el deseo.


–¿De verdad? –él le abrió el albornoz y oyó que ella
contenía el aliento cuando le miró el pecho y el pezón
endurecido–. Entonces, supongo que me toca dar –dijo él antes de lamerle el pezón e introducírselo en la boca.


Ella se contoneó sobre sus rodillas y le clavó los dedos en los hombros mientras él se deleitaba con ella. Sin embargo, aunque la sangre se le acumulaba en las entrañas, el nudo en la garganta aumentó y Pedro tuvo que contener una oleada de remordimiento porque nunca podría darle más que eso.



****


–No debería estar aquí. No me han invitado –gruñó Pedro.


Paula pulsó un botón del telefonillo de un edificio de
ladrillo rojo que estaba al lado de la cortina cerrada de una
tienda.


–A Nadia no le importará –replicó Paula con las mejillas
rojas por el frío–. ¿Por qué iba a importarle?



–Porque no me conoce –contestó él.


Todavía no sabía cómo había transigido a ir a la comida de
Navidad que daba la amiga de Paula en su piso. Estaba
cabalgando en la cresta de la ola de endorfinas y de todo tipo de emociones por el regalo de Paula cuando, acto seguido, se había encontrado por las calles desiertas del este de Londres camino de una comida con un montón de desconocidos.


Había pensado ir a correr por Hyde Park para sudar todas las comidas del servicio de habitaciones que había devorado esos días y después, una vez de vuelta al hotel, podría haber leído algunas de las propuestas de los compradores. 


No quería estar allí. Entonces, ¿qué hacía allí?


–Claro que te conoce –replicó Paula mientras empujaba la
puerta al oír el zumbido–. También fue a nuestro colegio.


–Fantástico –dijo él con sarcasmo y una tensión evidente
mientras sujetaba la puerta para que Paula y su montón de
paquetes pudieran entrar.


–No te preocupes –ella sonrió y le dio una palmada en la
mejilla–. Eras una leyenda en el colegio.


–Eso es precisamente lo que me preocupa.


La puerta del primer piso estaba pintada de amarillo claro
con rebordes negros y desde el descansillo podía oírse el ritmo sincopado de un rap.


Pedro se preparó cuando se abrió la puerta y apareció una
mujer negra y voluptuosa con una túnica parecida a la que
llevaba Paula la primera noche.


–¡Hola! –la mujer rodeó a Paula con los brazos–. ¿Qué tal?
Paula dejó las bolsas y abrazó a su amiga.


–Feliz Navidad, Nadia. Espero que tengas pavo para un
invitado más.


Paula se apartó y los ojos maquillados de la mujer se
clavaron en él.


–¡Caray! ¡Pedro el Hacha!


Pedro hizo una mueca de fastidio. No le gustaba el apodo
cuando estaba en el colegio, y mucho menos en ese momento.


–Has mejorado mucho –añadió ella con una sonrisa que hizo
que él cayera en la cuenta y también sonriera.


–¡Caray! ¡Nadia Douglas! –exclamó él relajándose por
primera vez desde que accedió a ir allí–. El azote de tercero.


Ella soltó una carcajada y él se acordó de lo mucho que
había disfrutado cuando acababan castigados juntos, lo cual,
gracias a la lengua afilada y a la capacidad de meterse en líos de ella, había sido muy frecuente.


–La misma que viste y calza –replicó ella chocando los cinco
con él–. ¿Te acuerdas del infierno que pasaba la señorita Clavell por nosotros?


–La pobre mujer estuvo a punto de sufrir un ataque de
nervios.


Pedro se quedó asombrado al darse cuenta de que había
encontrado dos recuerdos del colegio que no habían sido tan
malos.


–Era demasiado rígida –Nadia cerró la puerta detrás de
ellos–. Nosotros solo la aflojamos un poco.


Nadia se volvió hacia Paula mientras la seguían por el
destartalado pasillo y se quitaban los abrigos.


–Y claro que tengo suficiente pavo. Ese bicho es un mutante
–añadió ella mientras colgaba los abrigos entre el olor a
especies caribeñas, los gritos de las conversaciones y la música–. Terrence ha tenido que cortarle las patas para que cupiera en el horno.


Pasaron a una cocina con un comedor asombrosamente
grande donde un montón de gente hablaba, cocinaba y bebía en ese desorden organizado que los viejos amigos conseguían instintivamente.


Nadia dio unas palmadas para reclamar la atención de
todos. Un hombre alto y mestizo que estaba junto a los fogones apagó los altavoces que había en la encimera.


–Muchachos, Paula ha venido y ha traído a Pedro, su nuevo
bombonazo. Tratadlo bien.


Paula dio un manotazo a Nadia en el brazo y se puso roja
como un tomate entre los vítores y silbidos de sus amigos.


–Nadia, no puedo creerme que hayas dicho eso.


Pedro se rio y toda la tensión se disipó cuando un hombre le
dio una palmada en la espalda y otro le estrechó calurosamente la mano. Nadia Douglas seguía teniendo la lengua más afilada de Londres.



***


–Me parece que por fin has encontrado algo digno de
conservar.


Paula, con los brazos metidos hasta el codo en agua con
jabón, la miró por encima del hombro y se puso roja mientras se encogía de hombros con la esperanza de parecer indiferente.


–¿Te refieres a Pedro?


–Mmm… No te hagas la tonta conmigo. ¿Qué ha sido de la
boba que me dijo que no estaba preparada para el sexo
demasiado espectacular? –bromeó Nadia imitando la voz de
una niña pequeña.


Paula se rio entre toses y dejó la sartén en el escurridor.


–Por el amor de Dios, Nadia, baja la voz o, después de lo del
bombonazo, todo el mundo pensará que soy una cualquiera.


–Como si no fuera ya evidente lo cualquiera que eres –
replicó Nadia tomando un paño.


Paula se puso roja, pero sonrió por el comentario
típicamente picante de Nadia. Se lo había pasado tan bien esa tarde que no podía enfadarse con su mejor amiga porque había dicho lo indiscutible. Además, en un sentido curioso, que Nadia pudiera adivinar lo distinto que era su estado de ánimo desde que estaba con Pedro reafirmaba su decisión de darse el gusto de tener una aventura desenfrenada.


La tarde había salido mejor de lo que había esperado y
había sido, sobre todo, gracias a Pedro. Aunque había necesitado todas sus dotes de persuasión y algunos engaños para llevarlo a casa de Nadia, se había relajado y había disfrutado una vez que estuvo allí. Sus amigos se conocían desde que eran muy jóvenes, y él, con su ingenio y encanto natural, había encajado muy bien.


Había participado de sus bromas, había contado algunas
historias divertidas de la vida en Nueva York, los había
asombrado con las aplicaciones de su teléfono, que solo eran una pequeña parte de la producción de su empresa, y había estado de acuerdo con Terrence en que los Spurs llegarían a Europa ese año. Era curioso pensar que ninguno de sus amigos había conectado tan bien con Lucio después de haber salido tres años con él.


–Entonces, ¿qué va a pasar con vosotros? –siguió Nadia
mientras tomaba la sartén mojada–. Parece que habéis
empezado muy bien.


Paula dejó una cazuela encima del aparador y sofocó la
ridícula punzada que sintió en el pecho.


–No hemos empezado nada. Solo es una aventura de
Navidad. Él volverá a Nueva York el día de Año Nuevo y todo se habrá acabado.


Nadia guardó la sartén en un armario con gran estruendo.


–Eso es absurdo. ¿Por qué no vas una temporada con él a
Nueva York y compruebas cómo salen las cosas? Puedes dibujar en cualquier sitio.


–Nadia, tú sí que eres absurda. Además, no me ha invitado –y era muy improbable que lo hiciera, pensó mientras la punzada se agudizaba–. Ya te lo dije, no es una relación, es una diversión.


–Ya… –replicó Nadia con escepticismo–. ¿Quieres saber lo
que pienso?


–La verdad es que no –Paula se secó las manos con el paño de Nadia–, pero sé que vas a decírmelo en cualquier caso.


–No deja de mirarte, sobre todo, cuando cree que tú no lo
miras. Tú también lo miras todo el rato. Además, le has
comprado un jersey que se ha puesto en cuanto ha podido.
Aparte de que has estado haciendo el amor desenfrenadamente durante cuatro días. Eso es empezar algo que se llama una relación.


Paula soltó el aire lentamente para intentar acallar la
esperanza que había empezado a brotar dentro de ella durante todo el día.


–No es una relación, solo lo parece.


–¿Por qué te infravaloras siempre tanto? –preguntó Nadia
resoplando.


–No me infravaloro, soy realista.


–¿Tirar la toalla es realismo?


–No estoy tirando la toalla, no es eso.


No podía volver a tener esperanza por algo que no era de
verdad. Ya había recibido esa lección demasiadas veces y no quería recibirla otra vez. Además, sabía que si se permitía soñar con algo permanente con Pedro, la devastación sería mucho peor porque, en cuatro días, había llegado a significar mucho más que Lucio en tres años.


–A ti no te han dicho a la cara y de la forma más gráfica
posible que le das igual a alguien, no sabes lo que es eso –
añadió Paula tajantemente.


–Es posible –reconoció Nadia–, pero tampoco he cometido
el error de entregar mis sueños a individuos que no se los
merecían.


–¿Qué significa eso? –preguntó Paula asombrada por el
tono acusador de su amiga.


Nadia había sido un apoyo incondicional durante su
juventud y madurez. Siempre había contado con ella para que la recogiera cuando los hombres de su vida la abandonaban o engañaban.


Nadia la agarró de los brazos y la zarandeó un poco.


–No me mires así. Yo no digo que lo que hizo Lucio fuese
culpa tuya. Tú lo has dicho. Lo que pregunto es por qué llegaste a estar con alguien como él. Nunca te llegó a la suela del zapato, pero eras la única que no podía verlo. Ahora estás enamorándote de Pedro Alfonso, un hombre que podría ser digno de ti, y tienes demasiado miedo a reconocerlo siquiera porque, por algún motivo disparatado, crees que no tienes derecho a ser tan feliz.


–No es eso…


No pudo seguir. No estaba enamorándose de Pedro, no podía.


–No te alteres –Nadia la abrazó–. Lo único que digo es que si decides que lo quieres, no tengas miedo de luchar por él –se apartó y la miró con los brazos estirados–. Te lo mereces, cariño.









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