viernes, 1 de enero de 2016
CAPITULO 15
–Paula, ha llegado el momento –Pedro la sentó en sus
rodillas–. ¿Quieres que te reserve un billete a Nueva York para mañana?
Paula tenía el corazón en la garganta y tragó saliva. Por fin,
estaba dispuesta a confesar lo que sentía por él. Él quería seguir la aventura y ella podía notar que la quería. Sin embargo, no podía aceptar la oferta con fingimientos. Él había eludido intencionadamente concretar el tiempo que se quedaría ella en Nueva York. Nunca había estado enamorado y, por lo poco que sabía de él y su pasado, había intentado por todos los medios protegerse de cualquier sentimiento que pudiera dejarlo indefenso. Sin embargo, si aceptaba, tenía que decirle que sus sentimientos sí eran profundos. Tenía que ser sincera y hacerle ver que los sentimientos de él no eran tan superficiales como quería fingir.
Le rodeó el cuello con una sonrisa y lo miró. Quería
memorizar cada matiz de su expresión cuando le dijera que
estaba enamorándose.
–Quiero ir más lejos de lo que nunca he…
–Perfecto –le interrumpió él–. Se lo diré a mi asistente personal. Necesitará tu pasaporte.
Intentó bajarla de las rodillas, pero ella se aferró a él.
–No he terminado, Pedro.
–Tenemos que ponernos en marcha –replicó él con
impaciencia–. Hay que reservar los billetes, hacer el equipaje…
–Cállate un momento, Pedro. Quiero decirte una cosa.
–De acuerdo, pero date prisa.
–Yo… Si voy a Nueva York… Tienes que saber… –ella
balbució–. Significa mucho para mí porque… –la garganta se le había secado–. Porque estoy enamorándome de ti.
Él arqueó las cejas levemente y ella lo percibió, pero lo
disimuló al instante y las palabras quedaron flotando en el aire.
–Me siento halagado –replicó él en un tono tan
condescendiente que ella se avergonzó–. Pero tenemos que
ponernos en marcha si no queremos perder el vuelo.
La agarró de la cintura y la dejó en el suelo. Ella se quedó
perpleja, la esperanza y la emoción de hacía unos minutos se habían convertido en asombro. Él le dio un beso en la nariz y un azote en el trasero.
–Vístete. Te llevaré a tu casa después de que haya hablado
con mi asistente personal.
–Pedro, espera –lo agarró del brazo antes de que se
marchara–. ¿No tienes nada más que decir?
–No –contestó él encogiéndose de hombros.
Las lágrimas le abrasaban la garganta y hacían que se
sintiera ridícula. ¿Estaba exagerando y siendo demasiado
sentimental?
–Acabo de decirte que estoy enamorándome de ti –ella
intentó contener las lágrimas para que la situación no fuese más humillante–. ¿De verdad no tienes nada más que decir?
–Ya te lo he dicho, me siento halagado. Me alegro –sin
embargo, no parecía alegre sino irritado y ella podía notarlo–. Las cosas serán mucho más divertidas cuando estemos en Nueva York.
Divertidas… La palabra despertó algo dentro de ella, algo
que no reconoció porque nunca lo había sentido. No lo sintió
cuando esperaba a su padre durante horas con su mejor vestido y él no llegaba. No lo sintió cuando David le dijo con cortesía que las cosas no estaban saliendo bien entre ellos. Ni siquiera lo sintió cuando Lucio se levantó de su sofá con el pantalón por los tobillos y le preguntó que por qué entraba en su propio piso sin llamar antes.
Pedro la agarró de un brazo y la llevó hacia el dormitorio.
–Podemos hablar de eso más tarde.
Las palabras tajantes le desgarraron el pecho y explotaron
en su cabeza.
–No, no podemos hablar de eso más tarde porque no voy a ir –se soltó el brazo y lo miró con rabia entre las lágrimas que no contuvo más.
–¿Qué? –él la miró como si fuese una extraterrestre–. ¿Por
qué?
Era irónico que acabara asombrándolo y sacándolo de su
autocomplacencia porque se había plantado y no por una
declaración de amor.
–Porque no quiero ir –contestó ella levantando la voz por la
rabia que había superado al dolor–. Porque te he dicho que
estaba enamorándome de ti y ni siquiera te ha importado lo
bastante como para que finjas que te interesa –el corazón se le estaba haciendo añicos, pero consiguió decir lo que debería haber dicho hacía unos días–. No esperaba que tú me dijeras lo mismo. No soy tan tonta. Solo nos conocemos desde hace diez días, pero han sido los diez días más maravillosos de mi vida y creía que también significaban algo para ti.
–Es ridículo, Paula. Estás exagerando.
Desgraciadamente, no era la única. Él pánico le había
atenazado la garganta al ver la desesperación en el rostro de
ella.
–Para ti, es posible –murmuró ella mientras por fin derramaba una lágrima–. Pero yo me doy cuenta ahora de que debería haber sido sincera contigo mucho antes.
Él volvió a agarrarla del brazo cuando fue a darse la vuelta
para marcharse.
–¿No te das cuenta de lo ridícula que estás siendo? ¿Qué
quieres que diga? ¿Que estoy enamorándome de ti? Si quieres, lo digo.
Ella lo miró con una tristeza mucho más dolorosa que la
rabia.
–Pero sería mentira.
No podía negarlo. Para él solo eran palabras, un medio para
llegar a un fin. Durante una fracción de segundo, cuando ella le dijo que estaba enamorándose con la mirada resplandeciente y la voz emocionada, tuvo una extraña sensación de plenitud, pero la realidad cayó con toda su crudeza y había reculado.
Había visto a su madre con el labio ensangrentado y los ojos
amoratados y toda la infelicidad, la sensación de desesperación, se había impuesto y había sofocado esa disparatada creencia en lo imposible.
–No puedo ir a Nueva York –insistió Paula soltándose y
apartándose de él.
–Muy bien –él cerró los puños y se los metió en los bolsillos
del albornoz para no tocarla. Podría sobrevivir sin ella como
había sobrevivido hasta entonces–. Entonces, supongo que esto es una despedida.
Vio que a ella le temblaban los labios, pero no derramó más
lágrimas y recuperó la compostura. Desapareció en el dormitorio y él oyó que se vestía y llenaba la bolsa.
Mantuvo el dominio de sí mismo y pudo permanecer en silencio cuando ella volvió a salir.
–Adiós, Pedro.
Sin embargo, cuando la puerta de la suite se cerró, fue a la
mesa del desayuno, agarró la taza de té que había usado ella y la estampó contra la pared.
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