viernes, 1 de enero de 2016
CAPITULO 3
La entrada del lujoso hotel estaba engalanada con
guirnaldas de acebo y miles de luces diminutas.
Cuando Pedro mencionó el Chesterton, ella no se había imaginado que tuviera una suite en ese palacio art decó de Park Lane.
La idea de entrar en un sitio tan elegante con el abrigo
manchado hacía que la fantasía del bombonazo se convirtiera en cruda realidad. Pero él se había ofrecido para que le limpiaran el abrigo, no para animarle la Navidad con lascivos favores sexuales.
¿En qué había estado pensando cuando aceptó la
invitación?
–Es un placer recibirla en el hotel Chesterton, señora
Chaves –le saludó tendiéndole una mano el recepcionista–. El señor Alfonso me ha pedido que nos hagamos cargo de su abrigo en cuanto esté instalada en su suite.
Ella se quitó el abrigo mojado y se lo colgó de un brazo,
sonrojándose. La sonrisa de él se convirtió en un gesto de pena.
–Una lástima…
–¿Cómo has dicho? –preguntó ella.
¿Había un brillo malicioso en sus ojos?
–Nada –contestó Pedro, aunque el brillo no se apagó.
La sencilla túnica corta color zafiro que llevaba le cubría
escasamente los muslos, y era uno de los vestidos favoritos de Nadia. La liviana tela se le pegó al cuerpo por una ráfaga de viento y tuvo que apretar los dientes para no tiritar.
–Toma –él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los
hombros–. Yo me ocuparé de eso –añadió tomando el abrigo de su brazo–. Espérame aquí.
Él entregó el abrigo a uno de los recepcionistas, quien lo
tomó sin inmutarse, y luego le sonrió como si lo más normal del mundo fuese que una mujer medio vestida manchara de barro el vestíbulo.
Ella quiso ser invisible mientras él la llevaba por una sala
donde elegantes personas bebían té en exquisitas tazas de
porcelana y la miraban al pasar. Se sentía como Cenicienta.
Cuando por fin entraron en el ascensor, se apoyó en la pared de madera.
–Este sitio es muy refinado.
–No dejes que te intimiden –replicó él entre risas–. Son
ricos, pero no son de la realeza. Al menos, la mayoría.
–Es un alivio –comentó ella con ironía.
Él volvió a reírse mientras se metía una mano en el bolsillo y
pulsaba el botón más alto del panel. La miró de arriba abajo,
hasta las botas de motorista.
–El dinero no compra el refinamiento –dijo él–. Yo lo sé muy
bien.
Ella sintió compasión. Ese comentario tan franco le había
recordado el chico que había sido. Nadie lo había descubierto en el colegio, donde su aire misterioso solo había hipnotizado a su legión de admiradoras. Sin embargo, ella sabía que procedía de los bajos fondos porque había oído a la señorita Tremall, la directora de sexto curso, hablar de él con el señor Gates, el director de colegio.
–Ahora te sobra refinamiento –replicó ella con vehemencia
al recordar los comentarios tan injustos de los profesores.
Tremall y Gates, como el resto del personal del colegio, lo
habían condenado por su procedencia sin concederle el
beneficio de la duda.
–No es refinamiento, es dinero dijo él con ironía–, pero me
doy cuenta de que viene a ser lo mismo.
Ella se sintió ridícula por la afirmación tan serena de él. Él ya
no era ese chico turbulento. En realidad, parecía un millonario.
Se abrieron las puertas del ascensor y se encontró ante un
vestíbulo de mármol casi tan palaciego como el de abajo. Un
jarrón alto y delicado con lirios rojos le daba un aire navideño.
Pedro abrió una puerta de caoba con la tarjeta magnética y se apartó para que ella entrara en un pasillo abovedado que
llevaba a las habitaciones de la suite. Se quedó parada ante la mullida moqueta que se perdía en lo que parecía una sala muy grande.
–¿Te pasa algo? –preguntó él mientras le quitaba la
chaqueta de los hombros.
–Debería quitarme las botas –contestó ella.
–Adelante –él dejó la chaqueta en una silla–. Llamaré para
que las limpien mientras se ocupan del abrigo.
–Gracias –dijo ella abochornada.
Levantó una pierna para soltarse la bota y dio un respingo
cuando él la agarró de la cintura.
–Apóyate en mi hombro.
La descarga que sintió en la espalda cuando lo miró a los
ojos le recordó a aquellas escaleras oscuras. Aunque, esa vez, sus poderosos dedos la tocaban a ella, no a Jenny.
–Gracias –repitió ella con el corazón como una locomotora.
Se apoyó en su hombro y las entrañas se le alteraron al
notar la tensión de sus músculos. Además, siguió agarrándola de la cintura mientras se quitaba las botas.
Cuando se las quitó por fin y se apartó de él, se dio cuenta de que tenía otro problema.
–A lo mejor, también te gustaría quitarte eso –comentó él
como si le hubiera leído el pensamiento mientras miraba las
mallas mojadas–. Están empapadas.
Ella vaciló. El problema era que si se quitaba las mallas, solo
le quedaba la túnica. Reflexionó. ¿Se había puesto las bragas de seda y encaje que tanto valoraba o las baratas de algodón que solía ponerse y que apagaban la pasión a cualquiera? Daba igual las bragas que llevara. Estaba allí para que le limpiaran el abrigo.
Se inclinó y se quitó las mallas.
–¿Ya tienes menos frío? –le preguntó él.
Ella se bajó el borde de la túnica con la piel de los muslos de
gallina.
–Estoy bien, gracias –murmuró ella mientras notaba que a él
se le formaba un hoyuelo en la mejilla.
No, él no estaba ni remotamente interesado en ella, ni en
sus bragas.
–Ponte cómoda mientras me ocupo de que se hagan cargo
de esto –recogió las botas y tomó las mallas–. Sírvete algo de beber. Las bebidas están en el armario que hay debajo de la pantalla.
Ella no pudo evitar pensar que si la túnica dejaba ver algo,
fuese encaje granate y no algodón blanco.
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