viernes, 1 de enero de 2016
CAPITULO 17
Una lágrima cayó en el dibujo y emborronó la línea de tinta.
Paula sacó un pañuelo de la caja, se secó los ojos y lo tiró a la papelera.
–Ni se te ocurra llorar –se susurró a sí misma.
Tomó aire para intentar pasar el nudo que tenía en la
garganta y resopló. ¿Qué le pasaba? No debería dolerle tanto.
Estaba teniendo compasión de sí misma. Solo había tropezado con la misma piedra de siempre. Había creído que un hombre sentía algo que no sentía. Le había dejado muy claro que ella había distorsionado la aventura que tenían y que no le correspondía.
Entonces, ¿por qué no se sentía contenta con la decisión
que había tomado? ¿Por qué no podía dejar de desear lo
imposible? Pedro le había dicho que no tenía relaciones
duraderas. Ella había interpretado mal la invitación a Nueva
York. Lo había puesto en el disparadero al declararle sus
sentimientos. Sin embargo, a pesar de que no había sido
oportuna, había hecho bien al marcharse. No quería destrozarse el corazón solo porque había sido tan necia que había creído que él también estaba enamorándose.
El único inconveniente que tenía ese razonamiento tan
elaborado era que no estaba enamorándose de Pedro. Ya se había enamorado y se temía que ya se le había destrozado el corazón.
Miró la lluvia por la pequeña ventana del dormitorio. La Navidad ya había terminado. Pedro ya estaría en el avión rumbo a Nueva York y saliendo de su vida. Siempre lamentaría lo que habían perdido porque, por muy necia que hubiese sido, no se había equivocado al creer que podría haberle dado mucho a él, que podrían haberse dado mucho el uno al otro.
Sin embargo, le había ofrecido su corazón y él no lo había
querido. Tenía que aceptarlo y pasar página por mucho que ledoliera en ese momento. Era el primer día del año. Tomó aliento y lo soltó lentamente. Un año nuevo y una Paula nueva. Algún día encontraría a un hombre que la amara como ella lo amaba a él. Lucio le había arrebatado el optimismo, el respeto por sí misma y la confianza en el poder del amor. Además, nunca lo había amado de verdad. Pedro, con todos sus defectos y su negativa a abrirse a la posibilidad del amor, le había devuelto todo eso y debería estar agradecida. Su aventura desenfrenada no había sido un error.
Dio un respingo al oír los golpes en la puerta y volvió a la
realidad. Suspiró, se bajó del taburete y fue a la entrada. Si era Nadia, lloraría en su hombro.
Quitó el pestillo, se secó los ojos y se puso muy recta. Era el
momento de que la nueva y mejorada Paula se pusiera a
prueba. Sin embargo, cuando abrió la puerta y vio ese rostro
que la perseguiría en sueños, la nueva y mejorada Paula se dio la vuelta y salió corriendo.
–Pau…
Ella dio un portazo arrastrada por un pánico cegador.
–¡Ay! –exclamó él cuando la puerta le pilló el pie que había
metido.
–¡Lárgate! ¡Deberías estar en el avión! –gritó ella.
No podía verlo. Tenía que empezar el doloroso proceso de
olvidarlo.
–Maldita sea –él empujó la puerta–. Creo que me has roto el
pie.
Ella retrocedió, se tambaleó y se chocó contra el sofá.
–Me alegro –replicó ella mientras él entraba cojeando–. No
te he invitado.
–Me da igual –él se acercó y la miró con los dientes
apretados–. He venido a recogerte. Vas a venir a Nueva York conmigo.
–Ni hablar –replicó Paula con rabia.
–¿Por qué? –él la agarró de las caderas–. Sabes que quieres ir.
–No es que no quiera –replicó ella con las manos en su
pecho–. Es que no puedo.
–¿Por qué no puedes? ¿Porque me dijiste que estabas
enamorándote de mí? ¿Y qué? Olvidaremos que lo dijiste y todo volverá a ser como antes.
Ella se quedó boquiabierta por su descaro y su ignorancia.
¿Cómo podía estar enamorada de un hombre que no sabía nada de los sentimientos de las personas?
–No puedo –ella se zafó de sus brazos y levantó la voz–. No
puedo dejar de sentir eso solo porque tú no lo sientas.
–Muy bien –él se pasó los dedos por el pelo y ella captó que
estaba asustado–. Siente eso si quieres, pero ¿por qué iba a impedir que sigamos con nuestra aventura? Si me amas, ¿por qué no quieres estar conmigo?
La perplejidad angustiada de su tono hizo que se calmara un
poco. ¿Cómo podía no saber la respuesta? ¿Cómo podía
entender tan poco del amor?
–Porque querría cosas que no podrías darme y eso acabaría
destrozándome. ¿No lo entiendes?
–¿Cómo sabes que no puedo darte lo que necesitas? –le
preguntó él abrazándola otra vez–. A lo mejor podría si me
dieras la oportunidad. ¿Por qué no me dejas que lo intente?
Paula, entre sus brazos, captó su olor y notó que su firmeza
se esfumaba.
–Pedro, por favor, no me hagas esto –susurró ella.
Apretó los labios para que no le temblaran y se cruzó de
brazos. No podía ceder cuando había llegado tan lejos. Si iba, sabiendo que no la amaba, acabaría intentando convencerse otra vez. No podía arriesgarse con él porque hacer frente a la verdad sería mucho más devastador.
Entonces, él le dio un beso en la punta de la nariz.
–Paula, por favor, ven conmigo –susurró Pedro–. No puedo ir sin ti.
Ella se atragantó con un sollozo, pero se soltó de él y
retrocedió. Las lágrimas le cayeron por las mejillas, las lágrimas que había contenido todo el día, las que no había derramado por el abandono de su padre, por la falta de interés de David o, ni siquiera, por la traición de Lucio. En trece días escasos, Pedro había llegado a significar más que ellos, pero estaba fuera de su alcance.
–No llores, Paula –él le secó las mejillas con un dedo–. No
quiero hacerte daño.
–Ya lo sé –ella se cruzó los brazos y levantó la barbilla–. Pero eso no es suficiente.
–Entonces, ¿qué lo es?
Ella ladeó la cabeza y captó la desesperación en sus ojos, la
desdicha y el poco dominio de sí mismo que le quedaba.
Entonces, entendió lo lejos que había llegado él. La quería como, seguramente, no había querido a ninguna mujer. Se había abierto a ella como, seguramente, no había hecho nunca. La semilla de la esperanza brotó otra vez entre la impotencia y la confusión. Quizá no se tratase de ella.
¿Había sido increíblemente egoísta e ingenua al intentar que él reconociera sentimientos que no entendía?
–Necesito que seas sincero sobre tus sentimientos. ¿Por qué no puedes hacer eso?
Él dejó escapar un juramento en voz baja y se sentó en el
sofá con la cabeza entre las manos.
–Porque no quiero amarte. No quiero amar a nadie.
Ella se sentó a su lado y le puso una mano en la rodilla
–¿Por qué, Pedro?
–Porque el amor es un engaño rastrero –contestó él con la
voz quebrada–. Crees que puedes dominarlo, pero no puedes y acaba dominándote.
Lo dijo con rabia, pero ella pudo notar el miedo.
–¿Por qué dices eso? –preguntó ella, aunque creía que sabía la respuesta.
–Porque es lo que le pasó a mi madre –contestó él con la
mirada perdida–. Era maravillosa, dulce y divertida cuando
estábamos los dos, antes de que lo conociera a él –tomó aliento y lo soltó lentamente–. Cuando yo era pequeño y él también me pagaba, ella me decía que tenía que ser más cuidadoso, que ya sabía que él tenía mal genio y que debía intentar no enfadarlo – suspiró, y a Paula se le desgarró el corazón–. Luego, cuando crecí y pude defenderla, ella ocultaba las heridas o decía que se había caído o cualquier otra mentira ridícula para protegerlo.
Intenté que lo denunciara por malos tratos, pero no lo hizo. Al final, no pude soportarlo más y fui a la policía. Ella lo negó todo y me echó de casa. Fue la noche anterior a que me expulsaran del colegio –se volvió para mirarla–. No volvió a hablarme y todo porque lo amaba.
Parecía agotado y esos recuerdos se reflejaban en sus ojos.
A ella se le rompió el corazón por ese chico traumatizado y esa mujer destrozada por el maltrato que no había podido
protegerlo. Le tomó una mano, pero no derramó las lágrimas que se le amontonaban en la garganta.
–Pedro, eso no era amor. El amor verdadero no es una carga, no es un castigo y no duele.
Él la miró apretando los dientes.
–¿Cómo puedes estar tan segura?
Ella supo que no estaba hablando con el hombre fuerte y
carismático, sino con el chico asustado que había aprendido a asociar el amor con algo retorcido y doloroso.
–Porque te amo, Pedro, y sé que haría cualquier cosa para
evitar que te hicieran daño.
Él cerró los ojos como si estuviera asimilando las palabras.
Hasta que la miró de soslayo.
–Aparte de romperme el pie, claro –replicó él con una risa
sofocada.
–Eso fue un accidente. Ne deberías haberlo metido entre la
puerta.
Le acarició las mejillas y lo besó en los labios con amor y
anhelo. Él le tomó la cabeza entre las manos, introdujo la lengua y profundizó el beso. Paula se entregó, se deleitó con su avidez y una oleada ardiente del deseo se adueñó de ella.
El amor floreció dentro de ella como un jardín que salía del invierno y recibía la primavera. No había imaginado los sentimientos de él.
Habían sido tan intensos como los de ella, aunque no había
podido expresarlos porque su infancia lo había aterrado y no
había sabido identificarlos.
Él levantó la cabeza con los ojos velados por algo más que el deseo.
–No podía montarme en ese avión y dejarte por mucho que
lo intentara. Cuando estoy contigo, haces que sea mejor
persona de lo que nunca sería sin ti –la miró a los ojos y ella
pudo ver la profundidad de sus sentimientos–. No quiero decirte que te amo porque, en definitiva, solo son palabras para mí, palabras en las que nunca he confiado, pero sí puedo decirte que quiero estar contigo. Quiero intentarlo y que esto salga bien, sea lo que sea esto. ¿Te parece suficiente?
Ella se rio con los ojos empañados de lágrimas.
–Más que suficiente.
Él la abrazó y ella se preguntó si sabría que acababa de
decirle que la amaba.
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