viernes, 1 de enero de 2016

CAPITULO 16






–Aquí está bien, Dave –dijo Pedro cuando el coche llegó fuera de la terminal.


–¿Está seguro de que no quiere que aparque y le ayude con
el equipaje?


–No hace falta –Pedro se bajó del coche con la bolsa de
mano–. Gracias, Dave.


Sacó cinco billetes de veinte libras y se los dio al chófer por
la ventanilla. El conductor sonrió y le dio una tarjeta.


–Ha sido un placer, señor Alfonso. Llámeme la próxima vez que venga a Londres.


–Claro.


Se acercó a una papelera, tiró la tarjeta y entró en el edificio
de la terminal. No iba a volver a esa maldita ciudad si podía
evitarlo.


Había tenido una videoconferencia con los compradores
hacía una hora y todo estaba en marcha. Artisan tendría un
propietario nuevo en cuanto abrieran los mercados. Había dado instrucciones a su asistente personal para que su abogado se pusiera en contacto con el de Helena y le hicieran una trasferencia por sus acciones. Además, todavía le quedaban veinticinco millones para invertir en su próxima empresa.


Recorrió el moderno edificio con la bolsa de cuero al
hombro. Por fin había dejado detrás todas sus relaciones con el pasado. No tenía vínculos ni con Londres ni con su exesposa ni con ese joven tan desmesuradamente ambicioso y tan ansioso por escapar de su infancia que había hecho cosas que lo habían avergonzado más tarde. 


Por fin estaba libre y podía empezar de cero.


La imagen de Paula, rígida mientras se alejaba de él, se le
presentó en la cabeza. Se detuvo y cerró los ojos para borrar esa imagen por enésima vez en las últimas tres horas e intentó no hacer caso al dolor desgarrador que sentía en el pecho. Ella le había hecho un favor. No debería haberla invitado a Nueva York.


Si la hubiese llevado a su casa sabiendo lo que sentía, o lo que ella creía que sentía, habría sido más difícil dejarla con
delicadeza cuando llegara el momento.


Llegó al mostrador de embarque de su vuelo en primera
clase, pero ese estúpido dolor se negaba a remitir. Lo sentía
como un puñal que atravesaba su control de sí mismo desde
que la puerta se cerró detrás de ella.


Tenía que dejar de pensar en ella. Solo había sido un buen
revolcón. Sin embargo, el dolor le subía por la garganta como la bilis y lo llamaba mentiroso. Dejó la bolsa en la cinta
transportadora del mostrador.


–Hola, soy Pedro Alfonso. Mi vuelo es el tres cinco tres –le dijo a la chica mientras le daba el pasaporte–. Jeannine Martin, mi asistente personal, se ha ocupado del billete.


–Sí, señor Alfonso –la joven tecleó su nombre en el ordenador.


Por mucho que intentaba concentrarse para olvidarse de los
recuerdos y del dolor, una sensación de tristeza y soledad que no había vuelto a sentir desde que vio a su madre la última vez fue adueñándose de él con una oleada de imágenes que brotaban del subconsciente.


Paula, despeinada y furiosa, mientras se subía al coche. Su
ceño fruncido cuando intentaba decidir el regalo perfecto para su mejor amiga. Su mirada expectante mientras le daba la tarjeta que había hecho ella, y que seguía en el bolsillo de su chaqueta porque no había podido tirarla. Su pequeño y
voluptuoso cuerpo apoyado en él mientras salían de la feria. 


El brillo de sus lágrimas y el cariño y comprensión que vio en su expresión cuando le contó la historia de su padrastro. El tono esperanzado de su voz cuando le dijo que estaba enamorándose de él.


Si solo hubiese sido un buen revolcón, ¿por qué no le dolía
en ese momento todo el sexo increíble de verdad que iba a
perderse?


–Lo siento, señor Alfonso, pero no tenemos los datos del
pasaporte de su acompañante y el Departamento de
Inmigración de Estados Unidos…


–¿Qué acompañante? –gruñó él interrumpiendo a la
empleada.


–La señorita Paula Chaves –contestó ella leyendo la
pantalla.


–Pero… –la sola mención de su nombre hizo que el dolor
fuese insoportable–. ¿Cómo lo sabe?


¿Estaba volviéndose loco?


–¿Cómo sé qué, señor Alfonso?


–Que ella pensaba viajar conmigo.


La joven sonrió y volvió a mirar la pantalla del ordenador.


–La señorita Martin le compró un billete anoche a la una y
media, pero le mandamos un correo explicándole que
necesitábamos…


Dejó de oírla mientras se acordaba de que la noche anterior
había escrito un mensaje a Jeannine para que sacara el billete.


También se acordó del placer que le había inundado el pecho, de la emoción y sensación de esperanza mientras dejaba el móvil en la mesilla de noche y miraba a Paula que salía del cuarto de baño, de su rostro delicado y hermoso, de las curvas de su cuerpo que se entreveían a contraluz debajo del vaporoso camisón de seda.


Habían hecho el amor en el vestíbulo en cuanto llegaron de
la celebración de Año Nuevo. La pasión fue tan abrasadora que los había consumido a los dos. Sin embargo, ella se había ido apresuradamente al cuarto de baño y él la había esperado tumbado en la cama pensando en lo mucho que iba a disfrutar tomándola despacio una vez saciada la voracidad. Había sido tan arrogante, había estado tan seguro de que ella aceptaría, que había escrito a Jeannine para decirle que pensaba llevar a Paula a Nueva York y ella había hecho el resto. Sin embargo, no se preocupó ni por un instante de lo que implicaba sacar un billete, porque lo único que le importaba era que Paula estaría a su lado cuando se marchara. Dejó escapar un improperio en voz baja. El pánico, el arrepentimiento, el dolor y la desesperación se resumieron en una idea. No podía marcharse sin ella si no
quería volverse loco. Agarró el asa de la bolsa de cuero y la
retiró de la cinta transportadora.


–Su tarjeta de embarque –señor Alfonso.


–Quédesela –replicó con voz firme–. No la necesito en este
momento.








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