viernes, 1 de enero de 2016

CAPITULO 1




«Ojalá mi vida amorosa fuese tan perfecta como Selfridges
en Navidad».


Paula Chaves suspiró mientras miraba el escaparate de la
famosa tienda de Londres, siempre captaba la esperanza de esa época de buena voluntad. Su vida amorosa quizá no fuese perfecta, más bien era inexistente, pero había una mejoría considerable en comparación con el año anterior. 


Frunció el ceño al acordarse de aquellas Navidades, de Lucio, su novio desde hacía tres años, y de la petición de matrimonio.


Arrugó la nariz con asco cuando rememoró la imagen
pornográfica de Lucio y Tracy McGellan en el sofá de su propia casa un mes después de que hubiese aceptado el matrimonio.


Se sonrojó al recordar su asombro e incredulidad, que dieron
paso inmediatamente a la vergüenza por ser una idiota. 


¿Qué le había pasado para aceptar casarse con un mamarracho como Lucio?


El matrimonio con Lucio habría sido horrible, pero como era
una romántica incorregible, había pasado por alto todos sus
defectos.


Nunca más vería la vida de color de rosa.


Era una pena no despertarse con nadie la mañana de
Navidad, y llevaba días abatida por eso. Le encantaba levantarse de un salto, preparar una infusión de manzana y especias y disfrutar con los regalos debajo del árbol. Tener que hacerlo sola no era lo mismo. Sin embargo, como le había dicho Nadia, su mejor amiga, era preferible hacerlo sola que con Lucio el Mamarracho. «Lo que necesitas es un bombonazo que te despierte un poco el apetito. Luego, ya no necesitarás un novio mamarracho».


Algunas veces, le gustaría ser tan pragmática como Nadia en cuanto al sexo. Si pudiera tomárselo un poco menos en serio, quizá pudiera divertirse sin verse enredada con majaderos como Lucio.


Se apartó del escaparate y se dirigió a la boca de metro de
Bond Street. Una multitud entraba y salía de las tiendas de
Oxford Street para intentar comprar cosas de última hora que harían que la Navidad fuese redonda. Se paró, cerró los ojos y se imaginó a su bombonazo. Impresionante, macizo y dedicado en cuerpo y alma a que ella se sintiera bien. 


Además, desaparecería por arte de magia el día de Año Nuevo y ella no tendría que recoger sus calcetines del suelo del cuarto de baño ni fregar los platos sucios que había dejado en el fregadero ni convencerse a sí misma de que estaba enamorada de él.


Sintió un cosquilleo en las zonas erógenas. Abrió los ojos
cuando el rugido de un coche interrumpió su agradable
ensoñación. Dio un grito cuando el estilizado coche negro pasó por encima de un charco y la empapó de pies a cabeza. Se quedó boquiabierta. El conductor ni siquiera había parado, era un canalla de campeonato.


Blandiendo el bolso por encima del hombro, se dio la vuelta
y vio que el coche se había parado en el cruce, a unos cinco
metros. Bajó el bolso y cerró los puños a los costados.


Normalmente, no habría hecho nada, lo habría achacado a la mala suerte y habría supuesto que el conductor no quería
mojarla. Sin embargo, los demás peatones la miraban como si tuviera una enfermedad contagiosa y notó que algo nuevo y liberador brotaba dentro de ella. Estaba empapada, ya no
pensaba quedarse de brazos cruzados y aceptar todo lo que la vida quisiera arrojarle encima. Se abrió paso entre el gentío, se acercó y dio unos golpecitos en la ventanilla de acompañante.


El cristal oscuro se bajó con un zumbido eléctrico y ella tuvo
que parpadear cuando un hombre surgió de entre las sombras.


Tenía el pelo oscuro y un rostro atractivo, con el mentón firme y pómulos prominentes. Tuvo la sensación de que lo conocía.


–¿Qué pasa? –preguntó él.


Notó el agua en las botas y eso le disparó la lengua y la
indignación.


–Usted es lo que pasa. Mire cómo me ha dejado.


Levantó los brazos y dejó de parpadear. Sería guapo, pero
sus modales eran espantosos.


–¿Está segura de que he sido yo?


Paula miró el semáforo cuando oyó un bocinazo. Estaba en
verde.


–Claro que estoy segura.


Se oyó el bocinazo otra vez, con más rabia.


–No puedo pararme aquí.


Abrió la puerta y se sentó en el asiento del acompañante.


–¡Eh! –exclamó él mientras ella cerraba con un portazo–.
¿Puede saberse qué…?


–Siga –le interrumpió ella mirándolo con desdén–.
Podremos comentar su comportamiento despreciable cuando haya encontrado un sitio donde pueda pararse.


Él frunció el ceño y sus ojos dejaron escapar un destello
color esmeralda.


–Muy bien, pero no moje la tapicería. Es de alquiler.


El coche se puso en movimiento y se encontró rodeada por
una oleada de calor que olía a hombre, a cuero y a terciopelo mojado. Estaba montada en el coche de un desconocido, lo cual era una estupidez peligrosa.


El conductor se detuvo en una zona de carga y descarga.


–Bueno, olvídelo –replicó ella agarrando el picaporte.


–Entonces, después de todo, no fui yo.


Paula se quedó agarrando el picaporte y lo miró con asombro y cólera.


–Fue usted sin ninguna duda.








No hay comentarios:

Publicar un comentario