viernes, 1 de enero de 2016
CAPITULO 2
Pedro Alfonso subió la palanca del freno de mano, apoyó un
brazo en el volante y miró a esa chica enfurecida que tenía los ojos como ascuas color violeta. ¿Cómo había acabado con esa chiflada en el Mercedes alquilado? Como si no tuviera bastante con que Helena lo hubiese manipulado para que aceptara una invitación a su «pequeña reunión» de esa noche.
Una mujer chiflada y furiosa que estaba empapándole la
tapicería de cuero. Efectivamente, había pasado por un charco.
Levantó un poco el trasero y sacó la cartera del bolsillo del
pantalón. Quizá fuese el culpable. Estaba tan irritado por las
petulantes exigencias de Helena que no había prestado atención.
–¿Cuánto es? –preguntó él calculando que bastaría con cien.
–No quiero su dinero –contestó ella con los labios muy
apretados–. No se trata de eso.
Claro. Él ya conocía esa jugada. Contó cinco billetes de
veinte libras y los sacó de la cartera.
–Tenga. Feliz Navidad.
Ella miró el dinero con desprecio y sonrió con altivez.
–Le he dicho que no quiero su dinero.
Ella se cruzó de brazos bajo los pechos y sus ojos se
quedaron clavados en la carne blanca que se veía debajo del amplio pico que formaban las solapas del abrigo.
¿Estaba desnuda debajo de esa cosa? La disparatada idea se presentó sin que nadie la hubiese llamado, pero notó cierta calidez donde menos la necesitaba.
–Quiero que se disculpe –añadió ella.
Él apartó la mirada de sus pechos.
–¿Qué…?
–Que se disculpe. Sabe lo que significa eso, ¿verdad? –le
preguntó ella como si fuese tonto.
Él sacudió la cabeza mientras intentaba borrar esa imagen.
Claro que no estaba desnuda debajo del abrigo. A no ser que fuese una bailarina de striptease. Sin embargo, lo dudaba por esos ojos de cervatillo que tenía. No se la imaginaba metiéndose billetes mugrientos en la cinturilla de un tanga a pesar de ese escote.
Volvió a meter los billetes en la cartera y la dejó en el
salpicadero.
–Le pido disculpas –dijo él en tono seco para darle la razón.
Nunca se disculpaba, y menos con las mujeres. Sin embargo, tenía que sacarla del coche antes de que ese escote le derritiera el cerebro e hiciera algo descabellado, como insinuarse a una chiflada.
–¿Ya está? ¿Se conforma con eso?
Ella se giró en el asiento para poder dirigir su rabia mejor
hacia él, pero el movimiento hizo que sus pechos amenazaran con desbordarse del abrigo y se le secó la boca.
–Voy a tener que pasarme una hora en el metro y luego me
moriré de frío cruzando el parque. Usted, sin embargo, no es
capaz…
–Mire –le interrumpió él con un nudo abrasador en las
entrañas–, le he ofrecido dinero y no lo quiere, le he pedido
disculpas y tampoco las acepta, aparte de cortarme el brazo
derecho y ofrecérselo envuelto en papel de regalo, ¿qué más puedo hacer para reparar lo que he hecho?
Ella apretó los labios y arqueó las delicadas cejas.
–Pedro el Hacha –farfulló ella tapándose la boca con una
mano.
–¿Cómo sabe mi nombre?
Nadie lo había llamado así desde hacía catorce años, desde
que lo expulsaron del colegio a los diecisiete. Se acordó de algo inquietante y las palpitaciones en las entrañas se intensificaron.
No podía haber otra explicación para la reacción de ella.
–¿Me he acostado con usted?
Gracias a Dios, no se acordaba de ella. Intentó hablar, pero
estaba muda. Reconocerlo había sido como un puñetazo en la boca del estómago.
–No –consiguió susurrar ella.
–¿No me acosté con usted?
La miró detenidamente con esos ojos color esmeralda que
habían roto cientos de corazones en el colegio de segunda
enseñanza de Hillsdown Road.
–No.
–Me alegro de saberlo –comentó él relajándose.
No le extrañó no haberlo reconocido inmediatamente. El
Pedro Alfonso que recordaba ella era un chico alto, turbulento e increíblemente guapo que a los diecisiete años tenía la mezcla perfecta entre peligroso y cautivador para una chica de trece años con una imaginación desbordante y unas hormonas hiperactivas.
No se habían acostado, ni siquiera se habían besado. Ella era cuatro años menor y eso, en el colegio, era como una diferencia de cincuenta años. Sin embargo, sí había tenido un montón de fantasías románticas con él, como todas las chicas de su curso, y estaban alterándole el pulso en ese momento. Se sintió desorientada y un poco mareada. Los músculos del abdomen se le contrajeron, como le pasaba cuando lo miraba disimuladamente en la parada del autobús mientras él ignoraba a todas las chicas que se reían nerviosas a su alrededor, o como cuando se produjo la mayor humillación de su adolescencia, cuando lo sorprendió besándose apasionadamente con Jenny Kelty en la escalera de servicio. Se le endurecieron los pezones.
Todavía tenía increíblemente fresca esa imagen tan erótica.
Se había quedado clavada en el sitio. Él tenía la mano debajo de la blusa de Jenny. Ella los miró con los ojos fuera de las órbitas y mordiéndose el labio inferior mientras él, con la otra mano, le acariciaba el trasero y la estrechaba contra sí. Entonces, él levantó la cabeza, le mordisqueó el labio inferior a Jenny y ella lo notó en su propio labio. Jenny gimió y se retorció y ella, dominada por una oleada ardiente, dejó escapar todo el aire que había estado conteniendo. Pedro Alfonso la miró fijamente.
Estaba atrapada como un ciervo deslumbrado a punto de que le arrollara un camión.
Sin embargo, él, en vez de enfadarse por la interrupción,
esbozó una sonrisa con sus sensuales labios, como si fuera un chiste secreto que solo ellos entendían. Ella también sonrió y abrió la boca para decir algo. Hasta que Jenny la vio con cara de tonta y dio un alarido.
–¿Por qué sonríes, vaca estúpida? ¡Lárgate!
Una humillación abrasadora se adueñó de ella y bajó las
escaleras tan deprisa que casi se rompió el cuello. La sangre la latía en los oídos con tanta fuerza que no oyó lo que gritó Pedro mientras ella corría.
En ese momento, él la miró y tamborileó con el pulgar en el
volante.
–¿Cómo te llamas?
–Paula Chaves.
–No recuerdo a nadie que se llame…
–Es un alivio –le interrumpió ella–. La chaqueta verde no me
favorecía.
Él se rio y ella sintió un cosquilleo en los muslos.
–¿Por qué no empezamos otra vez? –preguntó él mirándola
con los ojos velados–. Tengo una suite en el Chesterton. ¿Por qué no me acompañas? Pueden mandar el abrigo a la lavandería –él le pasó un mechón por detrás de la oreja–. Es lo menos que puedo hacer por una amiga del cole.
No habían sido amigos, ni mucho menos.
–No sé si es una buena idea –contestó ella.
Pedro Alfonso había sido peligroso para la tranquilidad de
espíritu de una mujer cuando tenía diecisiete años. En ese
momento, lo más probable era que fuese mortal.
–Lo bueno está sobrevalorado –replicó él con un guiño de
complicidad.
A Paula se le aceleró el pulso.
–Entonces, ¿es preferible lo malo?
Él sonrió y la miró.
–Según mi experiencia, lo malo no solo es preferible,
también es mucho más divertido –miró por encima del hombro para ver si se acercaba algún coche–. ¿Qué te parece? ¿Quieres acompañarme al hotel? Podríamos arrasar el minibar mientras te limpian el abrigo.
–De acuerdo –contestó ella antes de que tuviera tiempo de
pensárselo mejor–. Si no es molestia…
–En absoluto –dijo él mientras se ponían en marcha.
La madurez le sentaba bien. Sus rasgos ya no eran los de un rompecorazones meditabundo, y sus pómulos prominentes creaban unos ángulos espectaculares. Además, a juzgar por el imponente cuerpo enfundado en un traje hecho a medida, tampoco era aquel chico desgarbado.
Le había preguntado si se había acostado con él y eso quería decir que, o bien tenía amnesia, o se había acostado con tantas mujeres que no podía acordarse de todas. Se inclinaba por lo segundo.
Pedro Alfonso era el tipo de hombre con el que ninguna mujer sensata querría tener una relación, pero, mientras lo miraba conducir, la atracción sexual hizo mella en sus terminaciones nerviosas. Pedro Alfonso quizá no fuese el ideal para tener una relación con él, pero ¿sería el bombonazo supremo? ¿Era lo suficientemente golosa, y tenía suficientes agallas, para hincarle el diente?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario