viernes, 1 de enero de 2016

CAPITULO 10




El zumbido de la puerta se abrió paso entre el ronroneo de
la radio. Dio un respingo y un nuevo Santa Claus se llevó un
borrón en la nariz.


–¡Por el amor de Dios!


Nadia se había marchado hacía dos horas y había vuelto a
dibujar. Después de la conversación con su amiga, se había
serenado.


Volvieron a llamar a la puerta con impaciencia. Dejó la
plumilla, agarró el paño y fue hacia la puerta.


Las hormonas le saltaron disparadas cuando vio a un
hombre muy alto apoyado en el marco de la puerta que la
miraba con un brillo de enojo en los ojos verdes.


Pedro… ¿Qué haces aquí? –susurró cuando recuperó el
aliento.


–¿Tú qué crees?


Él entró y la sala pareció reducirse al tamaño de una caja de
cerillas.


–Yo…


Se quedó admirando sus espaldas enfundadas en una
cazadora de cuero negro y los mechones de pelo, algo
despeinados, que enmarcaban esa cara impresionante. 


Estaba tan asombrada que no sabía qué decir. ¿Cómo la había encontrado? Sintió el dichoso vuelco del corazón, el que llevaba todo el día diciéndose que tenía que pasar por alto.


–¡Me abandonaste! –él se pasó los dedos por el pelo–. Me
desperté y te habías largado sin dejar una nota siquiera. Si un hombre le hiciese eso a una mujer, sería increíblemente
grosero.


Ella se dio cuenta de que no estaba solo enojado. Notó en su tono que dominaba cuidadosamente la rabia. ¿Le había dolido que se marchara sin decir nada? Le parecía imposible, pero el corazón le dio un salto mortal solo de pensarlo.


–Tenía que volver a casa –replicó ella con remordimiento–.
Además, estabas profundamente dormido. Creí que no querrías que te despertara –añadió ella con la esperanza de no parecer que estaba a la defensiva.


–¡Venga ya! –él se acercó y la abrumó con su imponente
estatura–. Anoche gastamos una caja entera de preservativos.La última vez entré tan dentro de ti que pude sentir los latidos de tu corazón. No finjas que no me conocías lo suficiente como para no despedirte al menos.


Ella se puso roja, pero también se dio cuenta de algo clave.


No estaba dolido, se sentía ofendido y eso era algo
completamente distinto.


–Siento haberme marchado sin despedirme –dijo ella
midiendo las palabras.


Se sintió ridícula. Después de todo lo que le había dicho a
Nadia, después de todo lo que había descubierto de sí misma por fin, ¿cómo era posible que el romanticismo la hubiese llevado por el camino equivocado otra vez?


–Sinceramente, no creí que fuese a importarte tanto –
añadió ella.


–Sí, claro, recapacita –le espetó él.


Estaba tan cerca que podía olerlo. Entonces, él le tomó la
cara entre las manos. Ella contuvo el aliento, atónita por el
inesperado contacto y la avidez que se reflejaba en su mirada.


Hasta que la besó en la boca y le introdujo la lengua en los
labios. Cuando por fin apartó la cabeza, los dos tenían la
respiración entrecortada. Bajó la mano tan asombrado como
ella por esa atracción tan intensa que había cobrado vida en
cuestión de segundos. La noche anterior había sido divertida y apasionada, pero solo en un sentido sexual. ¿Por qué iba a ser más íntimo un sencillo beso?


–Lo siento –murmuró él metiéndose las manos en los
bolsillos de la cazadora–. Eso no venía a cuento. Creo que estaba más fastidiado de lo que me imaginaba.


–No pasa nada –replicó ella con asombro y cautela.


Sí pasaba algo, aunque no lo que él creía. Le había gustado
el beso y su cuerpo había reaccionado instintivamente.


Entonces, ¿cómo iba a dominar las hormonas? ¿Cómo iba a
convencerse de que le daba igual a lo que estaba renunciando cuando su cuerpo se lo recordaría toda la vida?


–Fue una grosería que me marchara sin decir nada –susurró
ella.


–No me contestaste –él esbozó una sonrisa torcida–. Creo
que no estoy acostumbrado a que las mujeres hagan eso. No esperaba que hubieses desaparecido esta mañana. Volveré a preguntártelo como debería haber hecho al entrar en vez de ser tan desagradable.


Y de haberle dado un beso que casi consigue que se
desmaye, se dijo a sí misma mientras él sacaba una mano del bolsillo y le acariciaba la mejilla. Ella se estremeció al sentir la misma intensidad que hacía un momento aunque casi ni la tocaba.


–¿Qué te parece quedarte conmigo hasta que vuelva a
Nueva York el día de Año Nuevo? –le preguntó pasándole un pulgar por los labios.


–¿Vives en Nueva York? –preguntó ella sin demasiado
interés.


–¿No te lo había dicho?


Ella negó con la cabeza.


–Vaya, me parece que vamos a tener que ponernos al día. Es como si lo hubiésemos hecho todo al revés, ¿no?


¿Qué habían hecho? Se preguntó a sí misma con cierto
pánico.


–¿Me contestarás esta vez? –insistió él.


Sin embargo, no parecía tan seguro de sí mismo como el día
anterior y ella sintió menos cautela. El férreo dominio de sí
mismo se había esfumado cuando la besó, y parecía un poco menos imponente.


–Mi respuesta es que no estoy segura –contestó ella con
sinceridad.


Él ladeó la cabeza y le tomó un rizo entre los dedos.


–¿De qué no estás segura?


–No te conozco.


–Llegaremos a conocernos. Me encantaría pasarme los
próximos diez días haciendo el amor contigo sin parar, pero
hasta yo tengo límites. Además, tendremos que comer de vez en cuando y podremos hablarnos.


Ella retrocedió con las manos metidas en los bolsillos
traseros de los vaqueros y tentada por la posibilidad de llegar a conocerlo, pero antes tendría que contarle el resto.


–Hace nueve meses, cuando terminó mi última relación, lo
pasé muy mal y no quiero tener otra relación en este momento.


–¿Relación? –preguntó él arqueando las cejas–. ¿Qué
relación es pasar diez días charlando un poco y haciendo el
amor mucho?


–Ninguna –contestó ella inmediatamente para que no la
tomara por una romántica ridícula–. Y me alegro, porque no
quiero tener una relación.


Él le rodeó la cintura con un brazo y la estrechó contra sí.


–Entonces, no hay ningún problema, ¿verdad? –la besó y
ella notó que se le endurecían los pezones.


¿Podía ser tan sencillo?


–Paula, estás siendo un poco niña en este asunto.


–Probablemente, porque soy una niña –replicó.


–Lo sé, y también me alegro –él volvió a besarla–, pero te
daré el punto de vista de un hombre para intentar aclarar las
cosas.


–De acuerdo –concedió ella algo intrigada.


–La verdad es que no soy el tipo de hombre con el que se
tiene una relación, y hay un buen motivo. No soy digno de
confianza –reconoció él sin remordimiento.


–Tuviste una relación con tu esposa, ¿no?


–Mi exesposa. Eso demuestra lo que quiero decir.


–Puede ser.


–Como estaba diciendo antes de que me interrumpieran tan
groseramente –le riñó él con un brillo en los ojos–, no tienes
que preocuparte porque no espero de esta relación más de lo que estás dispuesta a darme, porque nunca querré más de lo que he pedido, que es…


–Mucho sexo y un poco de charla –terminó ella.


–¡Exactamente! Los hombres somos muy claros. Lo llevamos escrito en la frente. Casi nunca hay intenciones ocultas y, desde luego, no las hay en este caso.


–¿Qué pone en tu frente? –preguntó ella sin poder contener
una sonrisa.


Ese hombre era un granuja en lo relativo a las mujeres y
aunque eso no debería parecerle estimulante, sí se lo parecía en cierto sentido. David y Lucio habían fingido ser lo que no eran, habían parecido dignos de confianza y dispuestos a tener una relación estable cuando no era verdad. Pedro, en cambio, había sido sincero. Nadia le había dicho que no era un tramposo y había acertado. Él sonrió con el deseo reflejado en los ojos. La abrazó y la erección hizo que las hormonas empezaran a dar saltos de alegría.


–En mi frente pone que no tengo relaciones –le tomó la cara
entre las manos–. Sin embargo, tengo otra virtudes que
podemos comprobar detenidamente durante once días –inclinó la cabeza y la besó–. ¿Qué dices, Paula?


La excitación iba a adueñándose de ella y supo que estaba
perdida. El deseo que veía en sus ojos y la protuberancia que notaba en el abdomen eran demasiado tentadores. Le rodeó la cintura con los brazos, se puso de puntillas y lo besó lentamente y con naturalidad.


–¿Debo entender que aceptas? –preguntó él cuando se
separó con la respiración entrecortada.


Paula asintió con la cabeza porque tenía la lengua
entumecida y la cabeza deslumbrada por la pasión. Él la empujó contra la pared y frotó el miembro contra su vientre. Ella se arqueó sin poder resistir las ganas de sentirlo dentro. Sin embargo, cuando el corazón le dio un vuelco, no sintió pánico.


Era sexo increíble de verdad y nada más. Había intentado
complicar algo que era muy sencillo. Esos vuelcos del corazón se debían a la intensidad de su excitación y a nada más. Se había dejado llevar por el pánico, cuando no había motivo para sentir pánico. Podía comerse el bombonazo porque nunca sería otra cosa y en ese momento ya lo sabía.


Él la agarró de las caderas y la levantó.


–Rodéame la cintura con las piernas.


Ella lo hizo sin necesidad de negarse el deseo. Él la llevó al
dormitorio, la tumbó en la cama y se concentró en los botones de sus vaqueros.


–Por fin –él suspiró de placer mientras le bajaba los
pantalones–. Que empiece la fiesta.


–¿Ese reloj va bien? –Pedro señaló el reloj que había encima del escritorio de Paula y se sentó en la cama doble, aunque un poco pequeña–. No pueden ser las dos.


–Sí, va bien –contestó ella sentándose a su lado–. ¿Qué
pasa?


Se levantó de la cama, recogió los calzoncillos del suelo y se
los puso.


–Debería estar en una reunión desde hace una hora.


–¿Puedes llamar?¿Será un problema?


Se puso los pantalones, recogió el jersey del suelo y también
se lo puso.


–No es ningún problema.


No sería un problema. Los compradores estarían dispuestos
a esperar una semana para verlo y una hora les daría igual. 


Sin embargo, eso no evitaba que estuviese enfadado consigo mismo. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer hizo que se olvidara del trabajo? Jamás. Ni siquiera durante su matrimonio.


Eso había sido lo que más le había molestado a Helena. 


Siempre había antepuesto el trabajo.


Sin embargo, no había pensado en el trabajo cuando se
duchó y le pidió al conserje del hotel que se enterara de adónde había ido el taxi que Paula había pedido.


Además, aunque había conseguido lo que había querido,
que Paula aceptara pasar con él los diez días siguientes, no le había gustado su comportamiento ridículo cuando llegó al piso de ella. El deseo, la lujuria y el enojo se le mezclaron y no pudo distinguirlos. De pequeño descubrió lo valioso que era mantener ocultos los sentimientos y de joven comprobó que era más valioso todavía sofocarlos sentimientos. Tenía que salir del apartamento de Paula e ir a la reunión. Disfrutar con ella iba a ser divertido durante los próximos días, pero, en ese momento, necesitaba algo de distancia para darle perspectiva a esa aventura.


Había conseguido lo que quería y no iba a preocuparse por
el motivo de haberlo deseado tanto. El sonido de sus jadeos
mientras lo rodeaba con su sexo era la única explicación que
necesitaba.


–Tendré que darme prisa –comentó mientras se sentaba en
el borde de la cama para ponerse los calcetines y las botas–.
¿Por qué no haces la bolsa? Mandaré un coche y te veré en el hotel para cenar.


–¿Hacer la bolsa? –preguntó ella frunciendo el ceño–. ¿Por
qué?


–Porque vas a mudarte hasta Año Nuevo, ¿te acuerdas? –
preguntó él intentando mantener la calma.


–Pero…


Él le puso un dedo en los labios para callarla.


–Será lo más fácil. Hay servicio de habitaciones y una cama
mucho más grande.


–Supongo que tienes razón –concedió ella sonrojándose y
poco convencida.


–Claro que tengo razón. Por curiosidad, ¿cuántas aventuras
como esta has tenido?


Ella bajó la mirada y se puso roja como un tomate.


–Ninguna.


Él sintió una opresión en el pecho que no tenía ningún
sentido. ¿Por qué iba a importarle si lo había hecho antes o no?


Él había tenido muchas aventuras. No tenía por qué importarle que Paula hubiese hecho eso antes o no, pero, aun así, su inexperiencia y el comentario que había hecho sobre su relación anterior le preocupaban de una manera que no podía entender.


–Entonces, tendrás que reconocerme que yo sé cómo se
hacen estas cosas y el sexo increíble de verdad es mucho mejor con servicio de habitaciones.


–De acuerdo, haré la bolsa. Pero tengo planes para el día de
Navidad –añadió ella–. Además, antes tengo que hacer algunas compras.


–Me parece muy bien. Yo tengo compromisos de trabajo.
No te tendré presa en el hotel.


–¿Lo prometes? –preguntó ella con una sonrisa sexy y
natural.


–Hasta dentro de un par de horas –contestó él riéndose.


Sin embargo, cuando cruzó la sala y agarró la cazadora para
salir del diminuto piso, supo que lo más probable era que no
cumpliera esa promesa.


Había reprimido la libido durante demasiado tiempo y la
reacción tan exagerada de esa mañana era la demostración. 


Su repentina incapacidad de dominar los sentimientos estaba relacionada con la lujuria. Los días que se avecinaban eliminarían ese anhelo del organismo y también enseñarían a Paula lo que creía que se había perdido. 


Cuando los dos hubiesen conseguido lo que querían de esa aventura, Paula no tendría más repercusiones en él que cualquiera de sus demás conquistas.




****


Se levantó de la cama en cuanto oyó que Pedro se marchaba y cerraba la puerta. También contuvo el arrebato de rabia y desilusión porque se hubiese marchado tan deprisa. ¿Qué le molestaba? Había aceptado que su relación fuese sexual. Él no estaba comprometiéndose a nada más, y ella tampoco. Si bien su empeño en que se instalara en el hotel había hecho que le saltaran las alarmas, en ese momento podía ver que era la solución más práctica. 


Recogió la ropa del suelo y empezó a vestirse. Además, la suite del hotel era preciosa y sería más fácil recordar que todo eso solo era una fabulosa fantasía sexual si no pasaban mucho tiempo en su piso. No quería almacenar recuerdos de él allí.


Volvió al caballete, rompió la tarjeta de Santa Claus y
empezó a dibujar una nueva. Terminaría el dibujo, conseguiría que Manny, de la imprenta a la vuelta de la esquina, hiciera un trabajo de urgencia y las mandaría antes de meter algo en la bolsa y marcharse al Chesterton. Ella también tenía que hacer muchas cosas durante los próximos días.









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