–¡Es domingo! –Paula, con la cuchara de muesli a medio
camino de la boca, miró los periódicos del domingo que estaban doblados en la mesita–. No puede ser.
Pedro levantó la mirada de plato con huevos y salchichas.
–Efectivamente, el domingo suele llegar después del
sábado..
–Pero el domingo es Nochebuena.
–¿De verdad? –preguntó Pedro como si no le importara gran
cosa mientras cortaba la salchicha.
Ella parpadeó. Habían pasado tres días enteros sin salir de la suite y se habían entregado a una orgía de placer sexual.
Había satisfecho todas sus fantasías y muchas que ni siquiera había soñado.
–No puedo creer que ya sea casi Navidad –murmuró ella
sintiéndose desorientada.
Le parecía imposible que hubiese pasado tres días haciendo
el amor desenfrenadamente con Pedro Alfonso. Ni siquiera habían charlado, como había prometido él. Al menos, como ella había esperado. Él la había preguntado muchas cosas sobre su trabajo como ilustradora y ella se había enterado de algunas cosas sobre su empresa de diseño de páginas web, pero cada vez que había intentado entrar en un terreno más personal, él se había encerrado en sí mismo.
–Hemos estado ocupados –replicó él encogiéndose de
hombros.
–Voy a ducharme y vestirme. Tengo que hacer muchas
cosas.
Él le agarró la muñeca cuando pasó a su lado.
–¿Qué te parece que te frote la espalda?
Ella se soltó la muñeca fastidiada porque las hormonas se
habían puesto a dar saltos de alegría ante la perspectiva.
Habían hecho al amor hacía menos de media hora, cuando la despertó para decirle que había llegado el desayuno. Si eso se limitaba a ser sexo, ¿por qué parecía no cansarse de él y por qué lo necesitaba cada día más?
–Será mejor que esta mañana me duche sola.
Él también se levantó y volvió a agarrarla de las muñecas.
–¿Qué pasa? Pareces asustada.
Eso era decir poco. Lo miró y se dio cuenta de que lo
conocía tan poco como hacía cuatro días.
–Creo que estoy agobiándome un poco.
No estaba acostumbrada a una relación física tan intensa y,
seguramente, sería una buena idea descansar un día.
Además, tenía que hacer muchas cosas, tenía que comprar una tonelada de regalos de Navidad.
–No hemos salido de la suite desde el miércoles por la
noche –añadió ella.
–Es verdad –él le tomó la cara–. No he cumplido mi
promesa, ¿verdad?
–¿Qué promesa?
–La de no tenerte presa aquí.
Ella se sonrojó y el corazón le dio otro vuelco.
–He disfrutado –reconoció–, pero hoy voy a tener que hacer
un intervalo. Tengo que comprar una tonelada de cosas.
–Supongo que eso significa que voy a tener que prescindir
de ti durante todo el día –replicó él en un tono de decepción
sincera.
–No necesariamente. También puedes acompañarme –
propuso ella ante su propio asombro.
Si bien entendía que eso se trataba de sexo nada más, no
podía dominar el deseo de estar con él fuera de la suite del
hotel. Les daría la oportunidad de hablar.
Eso no significaba que fuese a perder de vista sus objetivos.
Ya habían fijado claramente hasta dónde llegaba su relación.
Además, llevaban tres días demostrándoselo de la forma más maravillosa. ¿Qué podía tener de malo satisfacer un poco la curiosidad?
Pedro Alfonso había sido un enigma fascinante desde que tuvo ese flechazo en el colegio. Entonces era taciturno y
malhumorado. De adulto había adquirido un barniz de atractivo sereno y natural, pero no podía evitar preguntarse si todavía quedaban restos de aquel chico o si habían desaparecido para siempre. Esa sería la ocasión perfecta para disipar esa fascinación de una vez por todas.
–No –replicó él sentándose–. Hablaré con mi asistente
personal. Celebraré algunas reuniones hoy, mientras tú no
puedas distraerme.
–Pero, Pedro, eso es absurdo. Hoy es domingo y Nochebuena. Nadie se reunirá hoy. Nosotros podríamos almorzar por ahí. Además, ¿tú no tienes que comprar nada para Navidad? – añadió.
Pedro la miró fijamente y con la boca cerrada. No quería
hacer una tontería, como aceptar acompañarla. Esa mujer
estaba convirtiéndose en una adicción. Afortunadamente, tenía la excusa perfecta para no aceptar su propuesta. Dobló el periódico y lo tiró a la mesita.
–Paula, te aseguro que no quieres que te acompañe.
–Claro que quiero. ¿Por qué no iba a querer?
–Porque detesto ir de compras. No sería un buen
acompañante
–¿Por qué detestas ir de compras?
–Porque siempre hay un gentío y demasiadas cosas para
elegir. Además, siempre se eterniza. Sería la peor de mis
pesadillas.
–No lo sería –replicó ella dispuesta a no dar su brazo a
torcer–. Ni siquiera te daría tiempo.
–¿Por qué?
–Porque soy la campeona de las compradoras.
Él arqueó una ceja y entrecerró los ojos.
–¿Qué te apuestas a que tardo menos de una hora en
comprarlo todo?
–¿A cuántas personas tienes que comprar un regalo?
–Mmm –ella se mordió el labio inferior mientras lo
pensaba–. Diez. No –lo miró a los ojos con un brillo de emoción casi palpable–. Once.
–¿Once regalos en menos de una hora? ¿En Nochebuena?
¿Una mujer a la que le encanta ir de compras?
Ella asintió con la cabeza.
–Imposible. ¿Qué gano yo si no lo consigues?
–Mmm… Déjame que lo piense.
Paula se llevó un dedo a los labios antes de inclinarse hacia
delante. Le pasó la uña por un pezón, por las costillas y por los abdominales antes de detenerse justo encima del ombligo.
–Estoy segura de que se me ocurrirá algo que te guste –
siguió ella con una voz ronca y provocativa.
Notó la erección a pesar de que había tenido un orgasmo
hacía muy poco tiempo. Le agarró el dedo y lo apartó del
abdomen. Era una provocadora e iba a pagarlo.
–Muy bien, pero en cuanto pase la hora, volveremos al hotel
directamente y nos desnudaremos.
–Estás dando por supuesto que vas a ganar, pero cuando
pase la hora y no hayas ganado, te llevaré a almorzar y
tendremos una conversación como Dios manda. Sobre algo que no sea sexo –añadió ella.
Él sonrió. Había sido muy fácil eludirlo hasta el momento.
–De acuerdo.
*****
Pedro se sentía mucho menos satisfecho una hora más tarde, cuando Paula se acercaba a él con la compra más reciente y una sonrisa triunfal.
–¿Por cuál vamos? –preguntó él.
–El regalo de Jill es el octavo –contestó ella.
Pedro miró el reloj y gruñó. Llevaban treinta y cinco minutos
de compras.
–¿Te arrepientes, Alfonso? –preguntó ella riéndose de su gesto ceñudo.
–Todavía no lo has conseguido.
Sin embargo, cada vez tenía menos confianza en que
ganaría la apuesta. Se echó al hombro las bolsas que ella le
había dado. Aun así, no se había aburrido ni desesperado tanto como había esperado. En realidad, ver a Paula comprar era fascinante. Efectivamente, era una campeona.
Parecía saber perfectamente lo que quería y dónde encontrarlo.
No se trataba de que fuese adicta a las compras, se trataba
de que quería lo suficiente a las personas como para buscarles algo que les gustara de verdad. Volvió a sentir la opresión y se sintió más incómodo.
Él se dio cuenta de que nunca había querido a nadie lo
suficiente como para buscarle algo especial por Navidad.
Nadie lo había querido a él tampoco y no le había importado.
Hasta que Paula Chaves lo había enredado para que fuera a comprar regalos de Navidad con ella.
****
Pedro dejó la bandeja con sándwiches de pastrami y la miró
con cara de pocos amigos.
–No me lo restriegues, Chaves. Si hubiese sabido que ibas a hacer trampas, no habría apostado.
–¿Qué trampas he hecho? –preguntó ella fingiendo la indignación porque estaba disfrutando demasiado de la victoria.
–Esa lista con todos los regalos y dónde encontrarlos –él se
sentó y sacó los platos de la bandeja–. Si lo hubiese…
Él no terminó la frase y ella sonrió.
–Vaya, Alfonso, eres muy mal perdedor –replicó ella sin poder evitar restregárselo un poco.
–Vaya, Chaves, eres muy mala ganadora –él untó un poco
de mostaza y mordió el sándwich–. Caray, está muy bueno –
añadió limpiándose la boca con una servilleta.
Ella se rio ligeramente. Él le dirigió una mirada abrasadora y
dio otro mordisco.
–Ya he terminado de hacer mis compras y podemos dedicar
algo de tiempo a hacer las tuyas –comentó Paula–. Puedes
contar con la ayuda de una campeona. Me conozco Selfridges y Oxford Street como la palma de la mano. Te garantizo que si me dices quién es la persona y lo que le gusta, puedo encontrarle un regalo en un radio de un kilómetro.
Paula tomó su sándwich y le dio un mordisco mientras él se
tragaba él último trozo del suyo. Pedro dio un sorbo de agua, se limpió los labios y dejó la servilleta en el plato vacío con una mirada pensativa.
–No hace falta. No tengo que hacer compras.
Ella se tragó su trozo de sándwich intentando disimular la
decepción.
–Nunca había conocido a un hombre que tuviese todos los
regalos de Navidad antes de Nochebuena.
–No los tengo. No hago regalos.
–¿Qué quieres decir? –preguntó ella mirándolo con los ojos
como platos–. ¿No haces regalos a tu familia y amigos?
Él no pareció inmutarse por la pregunta.
–No tengo familia y mis amigos saben que no me gusta
recibir nada, así que no esperan nada a cambio –contestó él
encogiéndose de hombros.
–Entonces, ¿cómo celebras el día de Navidad?
El asombro inicial estaba dejando paso a cierta tristeza. Ella
tampoco tenía familia desde que murió su madre. Su padre
seguía vivo, pero había renunciado a él hacía unos años. Sin
embargo, había rellenado esa carencia con un círculo amplio de amigos. Le encantaba el ritual de esos días y la sensación de amor y amistad que sentía con la gente importante de su vida.
¿Cómo se podía participar de todo eso sin dar ni recibir regalos?
–Muy sencillo. No celebro el día de Navidad –contestó él sin
la más mínima emoción.
–No…
Ella, atónita por el rostro inexpresivo de él, no pudo
terminar la frase. Naturalmente, sabía que había gente que
detestaba la Navidad. Podían ser unos días muy tensos si la vida familiar no era agradable. Sin embargo, tampoco parecía que detestara la Navidad, parecía indiferente. Lo cual, en cierto sentido, le resultaba más triste.
–Pero la habrás celebrado con tu esposa…
–No estuvimos tanto tiempo casados. Si quieres saber algo
sobre mi matrimonio, ¿por qué no me lo preguntas?
Se puso roja. ¿Había sido tan evidente? A juzgar por su
mirada implacable, sí, lo había sido.
–De acuerdo, quiero preguntarte una cosa. ¿Amabas a
Helena cuando te casaste con ella?
Pedro se rio y se atragantó.
–No, no la amaba –reconoció.
Vio la perplejidad reflejada en el rostro de Paula. Podría
haber añadido en su defensa que, para él, no existía el amor. Sin embargo, cuando alguien decía eso, las mujeres tenían la mala costumbre de intentar convencerlo de lo contrario. O peor todavía, de intentar averiguar por qué lo pensaba. Algo que él no iba a permitir. Si su matrimonio era como un tarro lleno de gusanos que no quería abrir, su infancia era un barril entero.
–Si no la amabas, ¿por qué te casaste con ella?
El deliciosos sándwich de pastrami que se había comido le
sentó como una bola de plomo en el estómago. Tragó saliva y miró el plato vacío.
–Su padre proporcionó la inversión inicial de Artisan. Se
enteró de que estaba acostándome con su hija y me dio un
ultimátum. O la convertía en una mujer honrada o retiraba la
financiación.
La miró a los ojos mientras lo decía. Hizo lo que tenía que
hacer para salir adelante y había cometido errores. Sucumbir a los dudosos encantos de Helena fue uno descomunal, pero había pagado el precio por su estupidez y su incontinencia.
¿Por qué iba a tener remordimientos?
–En esencia, me casé con ella por el dinero de su padre. No
es de extrañar que el matrimonio durara seis meses.
Paula no pareció sorprendida.
–La empresa era mucho más próspera. Era mi
salvoconducto de salida y lo aproveché. Mereció la pena todo lo que hice por conseguirlo.
–¿Tu salvoconducto de salida de dónde?
–De salida, nada más. Es una expresión. En cualquier caso, el padre de Helena murió hace dos meses y dejó a Helena sus acciones y su puesto en el consejo de administración. Por eso estoy en Londres, para vender la empresa.
–¿Para no tener que lidiar con Helena? –preguntó.
–No es tan tremendo. Puedo llevar bien a Helena. El
problema es que ella no puede llevarme a mí o, más bien,
dejarme en paz. Además, ha llegado el momento de dejar que la empresa siga por su cuenta. Iba a ampliarla en cualquier caso. Tengo más control si empiezo de cero con un consejo de administración nuevo, con diseños nuevos y con mi propia financiación. Además, podré cortar mis ataduras con Londres para siempre.
–¿Lo sabe Helena?
–¿El qué?
–Que su padre te obligó a casarte.
–No me obligó exactamente –él se rio, pero también captó
la amargura–. Más bien, me convenció –se dejó caer contra el respaldo satisfecho por haber desviado la conversación hacia algo menos revelador–. Sin embargo, para contestar tu
pregunta, sí, Helena lo sabía –se acordó de las mentiras que
Helena le contó a su padre de que él le había arrebatado la
virginidad–. Estaba acostumbrada a que su papá le diera lo que ella quería y, por algún, quería que yo le pusiera un anillo en el dedo.
–Seguramente, te amaba –murmuró ella.
Se quedó atónito. ¿Era posible que la gente se creyera todas
esas majaderías? Aun así, su mirada de convicción y la barbilla levantada le indicaron que ella lo creía. Se encogió de hombros porque le daba igual si lo había amado o no.
–Es posible.
Sin embargo, no le daba igual la opinión que Paula podía
tener de él en ese momento, cuando sabía la verdad.
–Come –le pidió a Paula, que no había tocado casi el
sándwich, mientras se levantaba–. Iré a por café y luego
tomaremos un taxi.
Quería volver al hotel, donde podía emplear cientos de
artimañas para eludir más conversaciones ridículas sobre el
pasado.
****
Ella tomó la servilleta, la dobló cuidadosamente y la dejó
con los restos de comida. Lo que le había contado sobre su
matrimonio le había quitado el apetito.
Lo que le había contado le suscitaba más preguntas que
respuestas. Él quería que creyera que solo se había casado por dinero, pero ella sabía que era mucho más complicado.
No parecía un hombre que se moviera por dinero, sino la
posibilidad de escapar. ¿De qué había querido escapar a toda costa?
Él volvió entre las mesas con una bandeja cargada con los
cafés. Al verlo con los hombros un poco caídos y el flequillo
sobre la frente, recordó con toda claridad su imagen cuando
tenía diecisiete años, cuando un día fue al colegio con un corte en la frente y un ojo morado. Sintió un arrebato de cariño y se le ocurrió algo que debería habérsele ocurrido antes.
–No has terminado el sándwich –comentó él mientras dejaba la bandeja.
–Ya lo sé –ella se colgó el bolso del hombro y dio un sorbo
del café con leche–. Me espanta comer con prisas, pero tengo que apresurarme. Debería llevar todo esto a mi piso y
envolverlo. Nadia, mi mejor amiga, hace una comida de Navidad mañana y todo el mundo estará allí.
–De acuerdo –él dio un sorbo de su café solo–, te veré más
tarde en el hotel. ¿Quieres que te ayude a llevarlo al taxi? –
preguntó mientras ella recogía el batiburrillo de bolsas.
–Te recuerdo que soy una experta.
Ella se inclinó para darle un beso fugaz, pero él la agarró de
la cintura y el beso fugaz se convirtió un beso abrasador.
–No tardes –dijo Pedro cuando la soltó.
Notó que él la miraba mientras se alejaba y sonrió de oreja a
oreja. Pedro Alfonso iba a celebrar el día de Navidad ese año, aunque no lo hubiese planeado.
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