–¿Quién es Lucio? –Pedro metió la marcha con fuerza.
–¿Mmm…?
Paula lo miró desde el asiento del acompañante. Había
estado apagada desde que se marcharon de casa de Nadia, pero él también.
Lo había pasado muy bien. La comida había sido fabulosa y
abundante y la compañía mejor todavía. Sin embargo, ver a
Paula con sus amigos y acudir a su celebración de Navidad lo había desasosegado al final de la velada. Al despedirse, pensó que no volvería a ver a esas personas jamás. Por primera vez en su vida, había lamentado que sus amistades fuesen pasajeras.
Aunque no añoraba nada, se tranquilizó a sí mismo. Tenía
amigos. Sencillamente, no quería depender de ellos como Paula dependía de los suyos. Sin embargo, ver cómo resplandecía ella en su compañía había sido cautivador. Había desaparecido la mujer que parecía insegura. Había estado más segura de sí misma, más dominadora, como cuando hacían el amor. Al menos, lo había estado hasta que Terrence había comentado algo de pasada sobre ese tal Lucio. Ella había cambiado de conversación y sus amigos, después de algunas miradas elocuentes, la habían seguido.
Era evidente que todos querían protegerla. Lo cual, le hizo pensar de qué querían protegerla, y, naturalmente, tuvo que preguntarse por qué le importaba.
Sin embargo, aunque sabía que no debería importarle quién
era Lucio, no había podido dejar de preguntárselo. Solo era
curiosidad. Solo quería saber por qué había cambiado de
conversación y por qué ese nombre le había ensombrecido el rostro.
–O Lucio el Mamarracho, por llamarlo por su nombre
completo.
Pedro apartó la mirada de la carretera para ver la reacción de ella, que frunció el ceño.
–No es nadie –contestó ella–. Ya no lo es.
–Pero lo fue –él agarró con fuerza el volante–. ¿Quién era?
Paula suspiró y miró la calle oscura por la ventanilla.
–Estuvimos prometidos –murmuró ella–. Hasta que me lo
encontré dándose un revolcón con una de sus exnovias en mi sofá.
–¿Es esa relación que acabó mal? –preguntó él sin poder
disimular la indignación.
Mamarracho era acertado. ¿Qué tipo de malnacido le hacía
eso a una mujer? Sobre todo, a una mujer tan generosa y buena como Paula.
–Sí, ese es Lucio.
Su afirmación le pareció resignada y le tocó una fibra que no
habían tocado desde hacía más tiempo del que podía recordar.
La necesidad de consolarla y tranquilizarla brotó de la nada.
Le puso una mano en la pierna y le apretó la rodilla.
–Evidentemente, era un majadero absoluto.
–Lo sé –ella suspiro–. El problema es que tengo un imán
para los majaderos absolutos. Hasta mi padre lo era.
–¿De verdad? ¿Por qué?
Pedro lo preguntó aunque no estaba seguro de que quisiera
saberlo. Ya sabía lo que era que un padre le amargara la vida.
Pensar que Paula había pasado por eso no era la mejor manera de dominar la furia.
–No hizo nada atroz –contestó ella con cautela–. Siempre he
sido demasiado sensible con eso.
Él lo dudaba si tenía en cuenta cómo se había deshecho de
Lucio el Mamarracho.
–¿Qué hizo tu padre?
–No se trata de lo que hizo, sino de lo que no hizo.
Él esperó a que se lo aclarara.
–Mis padres se divorciaron cuando tenía cuatro años. Él
encontró a alguien y formó otra familia con ella. Hizo muchísimo daño a mi madre, pero ella mantuvo el contacto porque quería que yo tuviera relación con él. El único problema era que creo que a él no le interesaba. Se sentía culpable y obligado y lo hacía mecánicamente.
Ella dejó escapar un suspiro y él notó que se le alteraba el
pulso por la rabia. Nunca se había planteado ser padre porque sabía que no lo haría bien. Sus modelos habían sido espantosos y no le gustaba depender de nadie ni que nadie dependiera de él. Sin embargo, no podía imaginarse que no le interesara alguien de su propia sangre.
–Decía que me llevaría a hacer esto y lo otro –murmuró ella
en una voz tan baja que él casi no la oyó–. Hacíamos planes, yo me emocionaba y entonces… Normalmente, no se presentaba. Llamaba en el último minuto con alguna excusa. Además, las pocas que sí se presentó, porque mi madre lo presionó, estaba agobiado, hablaba por el móvil o se irritaba si le hacía demasiadas preguntas. Era un hombre ocupado y me dejaba muy claro que no tenía tiempo para mí.
–Mejor que no se presentara más a menudo –comentó él.
–¿Qué?
–Parece que lo mejor fue que te libraras de él –Pedro se
encogió de hombros–. ¿Quién quiere pasar el tiempo con un
majadero así?
–¿Sabes una cosa? Nunca me lo había planteado de esa
manera –Paula se rio y esa vez pareció divertida–. Tienes razón. Cuando él no aparecía, mi madre me llevaba a algún sitio. Íbamos a patinar sobre hielo o a bañarnos. Una vez, nos llevó a Nadia y a mí al teatro al aire libre de Regent’s Park y lo pasamos muy bien. Siempre era más divertido que estar con él.
La dicha sincera de su voz hizo que volviera a sentir ese
desasosiego.
–Lo ves… –murmuró él apartando la mano de su rodilla.
Era el momento de recular. Él no se implicaba.
–¿Cómo eran tus padres, Pedro? –preguntó ella con
delicadeza.
¿De dónde había salido esa pregunta? Puso el intermitente,
cambió de marcha y aceleró. El silencio en el coche fue
atronador.
Paula oyó el sonido del potente motor y miró la mandíbula
tensa de Pedro.
–¿Por qué lo preguntas?
Ella debería olvidarse del asunto, pero su actitud defensiva
era tan impropia del hombre que había llegado a conocer que no quiso ceder. ¿Acaso había querido escapar de sus padres?
–Cuando estábamos en el colegio, una vez oí a la señorita
Tremall que decía que venías de una familia desestructurada.
–Supongo que quería decir que no era una buena familia –él
se rio con tenso–. Sin embargo, no era tan espantosa, y fue hace tanto tiempo que no importa.
Ella tenía la sensación de que sí importaba. Se acordó de su
expresión de sorpresa y placer cuando abrió el regalo esa
mañana y se dio cuenta de que importaba mucho.
–¿Cómo era de mala?
Se detuvo en un semáforo y él la miró inexpresivamente
mientras tamborileaba en el volante con el pulgar.
–¿Qué te parece si hablamos de otra cosa?
Paula observó la rigidez de sus hombros mientras apretaba
el acelerador.
–¿Por qué quieres hablar de otra cosa si no importa?
El semáforo se puso en verde y aceleró.
–De acuerdo. Si quieres saberlo, cuando yo tenía ocho años,
mi madre se casó con un hombre violento que no hacía ningún esfuerzo por dominarse.
Paula notó que se le encogía el estómago al ver la cicatriz
que le atravesaba la ceja izquierda.
–¿Te pegaba?
–Aprendí a sortearlo y acabé siendo lo bastante grande
como para responderle –contestó él sin alterarse–. Mi madre se llevó la peor parte.
–Pedro… –susurró ella tomándole la mano que tenía en la
palanca de cambios–. Lo siento. Es atroz.
Paula notó que se le saltaban las lágrimas solo de pensar lo que él había tenido que presenciar y soportar. Él la miró
fugazmente en la penumbra.
–No hay nada que sentir. Ya he crecido y todo ha pasado.
Él retiró la mano de debajo de la de ella y la puso sobre su
rodilla.
–¿Cambiamos de asunto y nos concentramos en algo mucho más interesante? –preguntó él mientras le subía una mano por la pierna.
Ella esbozó una sonrisa forzada y se tragó las lágrimas
mientras sentía el rastro abrasador que le dejaba en la pierna.
–De acuerdo, don Obseso –bromeó ella intentando que las
emociones no la abrumaran.
Sin embargo, cuando pasaron por Trafalgar Square, los leves copos de nieve hacían que la vista desde la ventanilla pareciera una tarjeta de Navidad. El corazón se le aceleró y no pudo evitar pensar en Pedro cuando era un niño y en su desdichada vida familiar, que había sido exactamente lo contrario a una tarjeta de Navidad.
Él no necesitaba un amigo, necesitaba mucho más que eso,
algo que, en el fondo de su corazón, sabía que ella podía darle.
En cuanto asimiló lo que acababa de pensar, intentó olvidarlo y enterrarlo, pero ya era demasiado tarde. Lo miró mientras avanzaban entre el tráfico de Picadilly Circus.
Observó la línea áspera de su mentón, la expresión retraída de su hermoso rostro, que casi no desaparecía ni cuando hacían el amor. Luego, dejó escapar un suspiro entrecortado.
Nadia tenía razón. Estaba enamorándose de Pedro. Si no,
¿por qué se había sentido tan desolada por los horrores que
había sufrido de niño? ¿Por qué iba a creer que ella podía
arreglarlo? Apoyó la cabeza en el asiento, escuchó el ronroneo del potente motor e intentó serenar los saltos y piruetas del corazón. Estaba enamorándose de él, pero ¿qué podía hacer?
¿Se lo decía o eso complicaría las cosas más todavía?
****
–Muy bien, Paula. Ten otro orgasmo –jadeó Pedro.
Estaba sudoroso, con el cuello y los brazos en tensión
mientras entraba en su humedad ardiente. Ese tormento
maravilloso estaba llevándolo al límite. Paula, con los ojos
deslumbrantes, se arqueó entre sollozos de satisfacción justo antes de que él explotara después de ella.
Salió lentamente. El amortiguado dolor de las entrañas por
la intensidad del clímax no era nada en comparación con el
arrebato de emociones que le atenazó el pecho cuando ella lo miró.
Le acarició una mejilla. Tenía los ojos resplandecientes por
un sentimiento puro y elemental. Como siempre, su expresión era tan fácil de interpretar como un libro infantil.
Apretó los dientes. No quería que lo dijera. La besó en los labios antes de que pudiera hablar.
–Ha sido fantástico –se adelantó él con un desenfado
intencionado–. Feliz Navidad, Paula.
Se retiró, le pasó un brazo por los hombros, la acurrucó
contra su costado y se preparó para oír las palabras que temía que ella dijera.
No sería la primera mujer que le dijera que lo amaba. Había
visto esa expresión en los ojos de docenas de mujeres. Las
mujeres solían ponerse sentimentales después de hacer al amor y era casi inevitable que alguien tan romántico como Paula también cayera en esa trampa, sobre todo, después de su absurda reacción al regalo y de que le hubiera hablado de su padrastro. Sin embargo, lo que le sorprendía era que no lo hubiese previsto y que no supiera qué iba a hacer.
Era la primera vez que le asustaba que se lo dijera una mujer porque, por primera vez, sabía que las tácticas que solía emplear en esos casos no iban a dar resultados. No podía mentir como hacía normalmente. No podía repetir la frase con la mayor despreocupación posible o pasarla por alto y olvidarla, porque Paula se daría cuenta. Además, si le decía la verdad, que el amor para él solo era un ardid que empleaba la gente para atarse los unos a los otros, ella se sentiría dolida y no quería hacerle daño. No solo eso, quizá lo abandonara y, aunque fuese egoísta y arrogante por su parte, no quería que lo abandonara todavía. Era una compañía muy buena, increíblemente sexy y, además, le gustaba cómo lo miraba, con una mezcla muy rara de
inocencia, seguridad y comprensión. Hacía que se sintiera
optimista, como hacía mucho tiempo que no se sentía, como si todos los errores que había cometido en su vida no tuvieran importancia si estaba con ella.
–Feliz Navidad, Pedro –susurró ella por fin.
El alivio se adueñó de él, se sintió como si hubiese escapado
de un pelotón de fusilamiento. No lo había dicho. Frunció el
ceño. ¿Se habría imaginado esa expresión de sus ojos?
Frunció más el ceño. Evidentemente, tanto sexo increíble de verdad estaba atontándolo. Si no, ¿por qué iba a importarle?
Era una buena noticia.
Le acarició la espalda y notó que su cuerpo voluptuoso se
acurrucaba más contra él.
–¿Qué te parece si mañana salimos? –preguntó él–.
Podríamos ir a algún sitio.
Podían hacer miles de cosas en Londres. Casi no habían
salido de la suite y, probablemente, le vendría bien rebajar la
intensidad física un tiempo. Además, también tendría que
celebrar esas reuniones que había estado posponiendo.
El día había sido demasiado intenso por muchos motivos.
Emocionarse por el regalo de ella había sido mucho, pero
contarle toda la historia de su infancia y que la compasión que había visto en sus ojos lo conmoviera solo había aumentado el problema. Paula había conseguido que bajara la guardia, y era un error que tenía que enmendar inmediatamente. Solo quedaban seis días para que volviera a Nueva York, y entonces se alejaría de ella.
Paula se levantó, apoyó los codos en su pecho y lo miró con los pezones casi rozándole la cara.
–Don Obseso no estará proponiendo seriamente que
hagamos algo que no sea el amor, ¿verdad?
Él se rio, la agarró de las caderas, la tumbó boca arriba y se
puso encima con la erección sobre su vientre.
–No tientes a la suerte, Paula, o podrías encontrarte presa
aquí otros seis días.
*****
Mucho más tarde, cuando la tormenta de pasión había
amainado por segunda vez, Paula, despierta, escuchaba la
respiración serena de Pedro y parpadeó para contener esas
absurdas lágrimas. Había estado a punto de decirlo. Casi le había declarado sus sentimientos. Hasta que vio que él reculaba casi como si supiera lo que ella estaba a punto de decir y consiguió contenerse con una punzada gélida en las entrañas.
Tenía que recordar que Pedro nunca le había pedido nada
solo porque el corazón se le había alterado con el niño que
había sido y estaba enamorándose del hombre que había
conseguido ser, solo porque se había convencido a sí misma de que la vida de él sería más plena con ella, y viceversa.
Hasta que él se lo pidiera, hasta que él diera algún indicio de que sus sentimientos también eran más profundos, sería una locura decirle lo que sentía y arriesgarse a estropear el poco tiempo que les quedaba.
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