–Es la última parada –le dijo Pedro a su esposa mientras
miraban el escaparate de Navidad de Selfridges–. Tienes diez minutos para admirarlo antes de que te lleve al hotel. Sin discusiones, señora Alfonso –le acarició el abultado vientre y la abrazó–. Me da igual los regalos que tengas que comprar todavía.
Llevaban tres horas de compras y quería que volviera a
descansar al Chesterton antes de que, al día siguiente, fuesen a casa de Nadia y Terrence para celebrar el día de Navidad.
Habían llegado el día anterior de Nueva York y él todavía estaba cansado por el jet lag, como tendría que estarlo ella.
Además, ¡estaba embarazada de siete meses! Paula se rio y se apoyó en él.
–No seas aguafiestas. Estoy muy bien, y Junior también.
¿Qué te parece ese coche de bomberos?
–¡Ni hablar! –le agarró, la giró y la abrazó–. No vamos a
entrar otra vez. El niño no nacerá hasta febrero, y puede pasar sin regalo de Navidad –la besó en la frente–. Además, el médico no estaba completamente seguro de que lo que se veía fuese un pene. Puede ser una niña.
–¿Quién dice que a las niñas no les gustan los coches de
bomberos? A lo mejor quiere ser bombera –apoyó las manos en el jersey verde esmeralda que le había regalado hacía tres Navidades y sonrió–. Sin embargo, habrá que esperar a otra ocasión, porque te aseguro que eso era un pene –añadió ella con un brillo de malicia en los ojos.
Él se rio, aunque tenía la garganta atenazada por el
recuerdo de esa imagen en tres dimensiones. Sin embargo, la mención de «otra ocasión» hizo que el terror y la emoción lo dejaran sin respiración. Como le llevaba pasando desde hacía siete meses, desde que una mañana, en su piso de Nueva York, se sentó en sus rodillas con una sonrisa de satisfacción y le comunicó que iban a tener un hijo. No debería haberle sorprendido tanto, porque llevaban meses hablando de ser padres y llevaban dos semanas sin usar anticonceptivos, pero, aun así, no iba a planteárselo otra vez hasta que Junior hubiese nacido sano y salvo.
–No va a haber otra ocasión hasta que haya recuperado la
tensión arterial y, desde luego, hasta que hayas aprendido a
portarte bien cuando estás embarazada de siete meses.
–Pero solo tengo que… –intentó replicar ella con el ceño
fruncido.
–No, no tienes que nada –le interrumpió él.
–Solo uno más… –insistió ella intentando soltarse, pero él la
abrazó con más fuerza.
–Podemos volver a las rebajas –concedió él, pero a
condición de que descansara los próximos días–, pero hoy no vas a comprar nada más. Puedo ver lo agotada que estás.
Ella entrecerró los ojos con aire amenazador. Él bajó la
cabeza hasta que las frentes se tocaron y sacó la artillería
pesada.
–Te amo, Paula Chaves, y amo a este bebé, con pene o sin
él. No voy a arriesgar las dos únicas cosas que me importan solo porque seas adicta a las compras.
Ella se derritió, como él había previsto, y dejó escapar un
suspiro.
–Eso es juego sucio –ella le introdujo los dedos en el pelo–.
Sabes que no puedo resistirme cuando dices esas cosas.
Él se rio. Pensar que le había costado tanto decirle esas
palabras… Ya no era aquel hombre, casi ni se acordaba del
hombre que había escondido el resentimiento y la soledad
detrás de una capa de arrogancia e indolencia y que había
estado tan aterrado por el compromiso que no había alentado ni la relación más elemental. Paula había entrado en su vida y había cambiado todo. En tres años, el miedo, la rabia y el remordimiento por su infancia se habían esfumado y habían dejado paso a una felicidad, a un compañerismo que no sabía que existía. Ella era su compañera del alma y todos los sueños húmedos que había tenido. Como sabía lo afortunado que era, ya le decía que la amaba cuando le apetecía, algo tan frecuente que corría el peligro de ser empalagoso, pero le daba igual, porque era verdad… y, además, la ablandaba, lo cual era muy útil de vez en cuando.
Le pasó un brazo por los hombros, y paró un taxi con la
certeza de que había ganado.
***
Paula se acurrucó debajo del brazo de Pedro mientras él le
decía la dirección al taxista. Le dolían los pies y notó que el
agotamiento se adueñaba de ella. Se acarició el vientre.
–Dormirás un rato en cuanto lleguemos al hotel –dijo Pedro
con tono autoritario.
Ella lo miró a los ojos serios y sensatos y tomó aliento. Notó
los latidos de su corazón debajo de la mano y el hormigueo del deseo empezó a palpitarle en el sexo. Arqueó una ceja, bajó la mano por el jersey de cachemir y notó que los músculos abdominales se le ponían en tensión.
–Dormiré un rato si tú me acompañas –murmuró ella.
Él le había dado un golpe bajo con esa declaración de amor,
pero ella también sabía cómo devolverle el golpe.
–Ni hablar –replicó él riéndose–. Esta tarde vas a dormir.
Nada de… jueguecitos hasta que hayan desaparecido las ojeras.
–Pedro –ella introdujo la mano por debajo del jersey–, no puedes negarle eso a una mujer embarazada, cansada y
excitada, podría ponerse insoportable.
Él soltó un juramento en voz baja y le agarró la mano para
que no siguiera bajando, pero ella ya le había visto el destello de deseo en los ojos y supo que lo tenía atrapado.
–Además, los orgasmos me ayudan a dormir.
–Eres una… –él le tomó la mano y le besó los nudillos–. De
acuerdo, dormiremos juntos.
El amor y la satisfacción le rebosaban el corazón mientras la
excitación le dominaba el cuerpo. Adoraba a ese hombre, su
sinceridad, su integridad, su sentido del humor, su magnetismo sexual y su instinto protector que hacía que se sintiera a salvo y segura. Sin embargo, adoraba sobre todo que pudiera amarlo si reparos porque sabía que podía confiar en que él hacía lo mismo.
–Considéralo un regalo de Navidad por adelantado –siguió
él acariciándole un muslo–, pero te aviso de que pienso
seducirte hasta dejarte en coma, y querrás dormir durante toda una semana.
–¿Y perderme la comida de Navidad mañana? –ella se rio–.
Lo dudo, pero tienes mi permiso para intentarlo.
–No te preocupes, pienso hacerlo.
El taxi se paró en la entrada del Chesterton y ella se acordó
de la primera vez que llegó a ese hotel tan lujoso con un abrigo mojado, unas botas embarradas y la recomendación de Nadia de que se buscara un bombonazo rondándole en la cabeza. El hombre que se había convertido en mucho más que un bombonazo pagó, salió con todas las bolsas y se las entregó al portero.
Luego, volvió y le ofreció una mano con una sonrisa
devastadora.
–Ven, mi amor, tu bombonazo está esperándote –dijo él
como si le hubiera leído el pensamiento.
Ella se rio, le tomó la mano y se bajó del taxi con un nudo de
emoción en la garganta. La noche que se avecinaba, la
celebración de Navidad del día siguiente, la vida que crecía
dentro de ella, el futuro con Pedro a su lado…
–¡Eh! –él se detuvo y le levantó la barbilla para mirarle la
cara con un gesto de preocupación–. No está permitido llorar.
Mañana es Navidad, tu día favorito del año.
–Son lágrimas de felicidad, memo –ella se secó las lágrimas–. Además, para que lo sepas, el día de Navidad ya no es mi día favorito. Ahora que te tengo a ti, todos los días lo son.
–Me alegra saberlo –murmuró él sacando un pañuelo–
porque cuando te seduzca esta noche y quedes en coma, te
perderás la celebración de mañana.
No se perdió la celebración de Navidad, pero faltó muy
poco.
Una lágrima cayó en el dibujo y emborronó la línea de tinta.
Paula sacó un pañuelo de la caja, se secó los ojos y lo tiró a la papelera.
–Ni se te ocurra llorar –se susurró a sí misma.
Tomó aire para intentar pasar el nudo que tenía en la
garganta y resopló. ¿Qué le pasaba? No debería dolerle tanto.
Estaba teniendo compasión de sí misma. Solo había tropezado con la misma piedra de siempre. Había creído que un hombre sentía algo que no sentía. Le había dejado muy claro que ella había distorsionado la aventura que tenían y que no le correspondía.
Entonces, ¿por qué no se sentía contenta con la decisión
que había tomado? ¿Por qué no podía dejar de desear lo
imposible? Pedro le había dicho que no tenía relaciones
duraderas. Ella había interpretado mal la invitación a Nueva
York. Lo había puesto en el disparadero al declararle sus
sentimientos. Sin embargo, a pesar de que no había sido
oportuna, había hecho bien al marcharse. No quería destrozarse el corazón solo porque había sido tan necia que había creído que él también estaba enamorándose.
El único inconveniente que tenía ese razonamiento tan
elaborado era que no estaba enamorándose de Pedro. Ya se había enamorado y se temía que ya se le había destrozado el corazón.
Miró la lluvia por la pequeña ventana del dormitorio. La Navidad ya había terminado. Pedro ya estaría en el avión rumbo a Nueva York y saliendo de su vida. Siempre lamentaría lo que habían perdido porque, por muy necia que hubiese sido, no se había equivocado al creer que podría haberle dado mucho a él, que podrían haberse dado mucho el uno al otro.
Sin embargo, le había ofrecido su corazón y él no lo había
querido. Tenía que aceptarlo y pasar página por mucho que ledoliera en ese momento. Era el primer día del año. Tomó aliento y lo soltó lentamente. Un año nuevo y una Paula nueva. Algún día encontraría a un hombre que la amara como ella lo amaba a él. Lucio le había arrebatado el optimismo, el respeto por sí misma y la confianza en el poder del amor. Además, nunca lo había amado de verdad. Pedro, con todos sus defectos y su negativa a abrirse a la posibilidad del amor, le había devuelto todo eso y debería estar agradecida. Su aventura desenfrenada no había sido un error.
Dio un respingo al oír los golpes en la puerta y volvió a la
realidad. Suspiró, se bajó del taburete y fue a la entrada. Si era Nadia, lloraría en su hombro.
Quitó el pestillo, se secó los ojos y se puso muy recta. Era el
momento de que la nueva y mejorada Paula se pusiera a
prueba. Sin embargo, cuando abrió la puerta y vio ese rostro
que la perseguiría en sueños, la nueva y mejorada Paula se dio la vuelta y salió corriendo.
–Pau…
Ella dio un portazo arrastrada por un pánico cegador.
–¡Ay! –exclamó él cuando la puerta le pilló el pie que había
metido.
–¡Lárgate! ¡Deberías estar en el avión! –gritó ella.
No podía verlo. Tenía que empezar el doloroso proceso de
olvidarlo.
–Maldita sea –él empujó la puerta–. Creo que me has roto el
pie.
Ella retrocedió, se tambaleó y se chocó contra el sofá.
–Me alegro –replicó ella mientras él entraba cojeando–. No
te he invitado.
–Me da igual –él se acercó y la miró con los dientes
apretados–. He venido a recogerte. Vas a venir a Nueva York conmigo.
–Ni hablar –replicó Paula con rabia.
–¿Por qué? –él la agarró de las caderas–. Sabes que quieres ir.
–No es que no quiera –replicó ella con las manos en su
pecho–. Es que no puedo.
–¿Por qué no puedes? ¿Porque me dijiste que estabas
enamorándote de mí? ¿Y qué? Olvidaremos que lo dijiste y todo volverá a ser como antes.
Ella se quedó boquiabierta por su descaro y su ignorancia.
¿Cómo podía estar enamorada de un hombre que no sabía nada de los sentimientos de las personas?
–No puedo –ella se zafó de sus brazos y levantó la voz–. No
puedo dejar de sentir eso solo porque tú no lo sientas.
–Muy bien –él se pasó los dedos por el pelo y ella captó que
estaba asustado–. Siente eso si quieres, pero ¿por qué iba a impedir que sigamos con nuestra aventura? Si me amas, ¿por qué no quieres estar conmigo?
La perplejidad angustiada de su tono hizo que se calmara un
poco. ¿Cómo podía no saber la respuesta? ¿Cómo podía
entender tan poco del amor?
–Porque querría cosas que no podrías darme y eso acabaría
destrozándome. ¿No lo entiendes?
–¿Cómo sabes que no puedo darte lo que necesitas? –le
preguntó él abrazándola otra vez–. A lo mejor podría si me
dieras la oportunidad. ¿Por qué no me dejas que lo intente?
Paula, entre sus brazos, captó su olor y notó que su firmeza
se esfumaba.
–Pedro, por favor, no me hagas esto –susurró ella.
Apretó los labios para que no le temblaran y se cruzó de
brazos. No podía ceder cuando había llegado tan lejos. Si iba, sabiendo que no la amaba, acabaría intentando convencerse otra vez. No podía arriesgarse con él porque hacer frente a la verdad sería mucho más devastador.
Entonces, él le dio un beso en la punta de la nariz.
–Paula, por favor, ven conmigo –susurró Pedro–. No puedo ir sin ti.
Ella se atragantó con un sollozo, pero se soltó de él y
retrocedió. Las lágrimas le cayeron por las mejillas, las lágrimas que había contenido todo el día, las que no había derramado por el abandono de su padre, por la falta de interés de David o, ni siquiera, por la traición de Lucio. En trece días escasos, Pedro había llegado a significar más que ellos, pero estaba fuera de su alcance.
–No llores, Paula –él le secó las mejillas con un dedo–. No
quiero hacerte daño.
–Ya lo sé –ella se cruzó los brazos y levantó la barbilla–. Pero eso no es suficiente.
–Entonces, ¿qué lo es?
Ella ladeó la cabeza y captó la desesperación en sus ojos, la
desdicha y el poco dominio de sí mismo que le quedaba.
Entonces, entendió lo lejos que había llegado él. La quería como, seguramente, no había querido a ninguna mujer. Se había abierto a ella como, seguramente, no había hecho nunca. La semilla de la esperanza brotó otra vez entre la impotencia y la confusión. Quizá no se tratase de ella.
¿Había sido increíblemente egoísta e ingenua al intentar que él reconociera sentimientos que no entendía?
–Necesito que seas sincero sobre tus sentimientos. ¿Por qué no puedes hacer eso?
Él dejó escapar un juramento en voz baja y se sentó en el
sofá con la cabeza entre las manos.
–Porque no quiero amarte. No quiero amar a nadie.
Ella se sentó a su lado y le puso una mano en la rodilla
–¿Por qué, Pedro?
–Porque el amor es un engaño rastrero –contestó él con la
voz quebrada–. Crees que puedes dominarlo, pero no puedes y acaba dominándote.
Lo dijo con rabia, pero ella pudo notar el miedo.
–¿Por qué dices eso? –preguntó ella, aunque creía que sabía la respuesta.
–Porque es lo que le pasó a mi madre –contestó él con la
mirada perdida–. Era maravillosa, dulce y divertida cuando
estábamos los dos, antes de que lo conociera a él –tomó aliento y lo soltó lentamente–. Cuando yo era pequeño y él también me pagaba, ella me decía que tenía que ser más cuidadoso, que ya sabía que él tenía mal genio y que debía intentar no enfadarlo – suspiró, y a Paula se le desgarró el corazón–. Luego, cuando crecí y pude defenderla, ella ocultaba las heridas o decía que se había caído o cualquier otra mentira ridícula para protegerlo.
Intenté que lo denunciara por malos tratos, pero no lo hizo. Al final, no pude soportarlo más y fui a la policía. Ella lo negó todo y me echó de casa. Fue la noche anterior a que me expulsaran del colegio –se volvió para mirarla–. No volvió a hablarme y todo porque lo amaba.
Parecía agotado y esos recuerdos se reflejaban en sus ojos.
A ella se le rompió el corazón por ese chico traumatizado y esa mujer destrozada por el maltrato que no había podido
protegerlo. Le tomó una mano, pero no derramó las lágrimas que se le amontonaban en la garganta.
–Pedro, eso no era amor. El amor verdadero no es una carga, no es un castigo y no duele.
Él la miró apretando los dientes.
–¿Cómo puedes estar tan segura?
Ella supo que no estaba hablando con el hombre fuerte y
carismático, sino con el chico asustado que había aprendido a asociar el amor con algo retorcido y doloroso.
–Porque te amo, Pedro, y sé que haría cualquier cosa para
evitar que te hicieran daño.
Él cerró los ojos como si estuviera asimilando las palabras.
Hasta que la miró de soslayo.
–Aparte de romperme el pie, claro –replicó él con una risa
sofocada.
–Eso fue un accidente. Ne deberías haberlo metido entre la
puerta.
Le acarició las mejillas y lo besó en los labios con amor y
anhelo. Él le tomó la cabeza entre las manos, introdujo la lengua y profundizó el beso. Paula se entregó, se deleitó con su avidez y una oleada ardiente del deseo se adueñó de ella.
El amor floreció dentro de ella como un jardín que salía del invierno y recibía la primavera. No había imaginado los sentimientos de él.
Habían sido tan intensos como los de ella, aunque no había
podido expresarlos porque su infancia lo había aterrado y no
había sabido identificarlos.
Él levantó la cabeza con los ojos velados por algo más que el deseo.
–No podía montarme en ese avión y dejarte por mucho que
lo intentara. Cuando estoy contigo, haces que sea mejor
persona de lo que nunca sería sin ti –la miró a los ojos y ella
pudo ver la profundidad de sus sentimientos–. No quiero decirte que te amo porque, en definitiva, solo son palabras para mí, palabras en las que nunca he confiado, pero sí puedo decirte que quiero estar contigo. Quiero intentarlo y que esto salga bien, sea lo que sea esto. ¿Te parece suficiente?
Ella se rio con los ojos empañados de lágrimas.
–Más que suficiente.
Él la abrazó y ella se preguntó si sabría que acababa de
decirle que la amaba.
–Aquí está bien, Dave –dijo Pedro cuando el coche llegó fuera de la terminal.
–¿Está seguro de que no quiere que aparque y le ayude con
el equipaje?
–No hace falta –Pedro se bajó del coche con la bolsa de
mano–. Gracias, Dave.
Sacó cinco billetes de veinte libras y se los dio al chófer por
la ventanilla. El conductor sonrió y le dio una tarjeta.
–Ha sido un placer, señor Alfonso. Llámeme la próxima vez que venga a Londres.
–Claro.
Se acercó a una papelera, tiró la tarjeta y entró en el edificio
de la terminal. No iba a volver a esa maldita ciudad si podía
evitarlo.
Había tenido una videoconferencia con los compradores
hacía una hora y todo estaba en marcha. Artisan tendría un
propietario nuevo en cuanto abrieran los mercados. Había dado instrucciones a su asistente personal para que su abogado se pusiera en contacto con el de Helena y le hicieran una trasferencia por sus acciones. Además, todavía le quedaban veinticinco millones para invertir en su próxima empresa.
Recorrió el moderno edificio con la bolsa de cuero al
hombro. Por fin había dejado detrás todas sus relaciones con el pasado. No tenía vínculos ni con Londres ni con su exesposa ni con ese joven tan desmesuradamente ambicioso y tan ansioso por escapar de su infancia que había hecho cosas que lo habían avergonzado más tarde.
Por fin estaba libre y podía empezar de cero.
La imagen de Paula, rígida mientras se alejaba de él, se le
presentó en la cabeza. Se detuvo y cerró los ojos para borrar esa imagen por enésima vez en las últimas tres horas e intentó no hacer caso al dolor desgarrador que sentía en el pecho. Ella le había hecho un favor. No debería haberla invitado a Nueva York.
Si la hubiese llevado a su casa sabiendo lo que sentía, o lo que ella creía que sentía, habría sido más difícil dejarla con
delicadeza cuando llegara el momento.
Llegó al mostrador de embarque de su vuelo en primera
clase, pero ese estúpido dolor se negaba a remitir. Lo sentía
como un puñal que atravesaba su control de sí mismo desde
que la puerta se cerró detrás de ella.
Tenía que dejar de pensar en ella. Solo había sido un buen
revolcón. Sin embargo, el dolor le subía por la garganta como la bilis y lo llamaba mentiroso. Dejó la bolsa en la cinta
transportadora del mostrador.
–Hola, soy Pedro Alfonso. Mi vuelo es el tres cinco tres –le dijo a la chica mientras le daba el pasaporte–. Jeannine Martin, mi asistente personal, se ha ocupado del billete.
–Sí, señor Alfonso –la joven tecleó su nombre en el ordenador.
Por mucho que intentaba concentrarse para olvidarse de los
recuerdos y del dolor, una sensación de tristeza y soledad que no había vuelto a sentir desde que vio a su madre la última vez fue adueñándose de él con una oleada de imágenes que brotaban del subconsciente.
Paula, despeinada y furiosa, mientras se subía al coche. Su
ceño fruncido cuando intentaba decidir el regalo perfecto para su mejor amiga. Su mirada expectante mientras le daba la tarjeta que había hecho ella, y que seguía en el bolsillo de su chaqueta porque no había podido tirarla. Su pequeño y
voluptuoso cuerpo apoyado en él mientras salían de la feria.
El brillo de sus lágrimas y el cariño y comprensión que vio en su expresión cuando le contó la historia de su padrastro. El tono esperanzado de su voz cuando le dijo que estaba enamorándose de él.
Si solo hubiese sido un buen revolcón, ¿por qué no le dolía
en ese momento todo el sexo increíble de verdad que iba a
perderse?
–Lo siento, señor Alfonso, pero no tenemos los datos del
pasaporte de su acompañante y el Departamento de
Inmigración de Estados Unidos…
–¿Qué acompañante? –gruñó él interrumpiendo a la
empleada.
–La señorita Paula Chaves –contestó ella leyendo la
pantalla.
–Pero… –la sola mención de su nombre hizo que el dolor
fuese insoportable–. ¿Cómo lo sabe?
¿Estaba volviéndose loco?
–¿Cómo sé qué, señor Alfonso?
–Que ella pensaba viajar conmigo.
La joven sonrió y volvió a mirar la pantalla del ordenador.
–La señorita Martin le compró un billete anoche a la una y
media, pero le mandamos un correo explicándole que
necesitábamos…
Dejó de oírla mientras se acordaba de que la noche anterior
había escrito un mensaje a Jeannine para que sacara el billete.
También se acordó del placer que le había inundado el pecho, de la emoción y sensación de esperanza mientras dejaba el móvil en la mesilla de noche y miraba a Paula que salía del cuarto de baño, de su rostro delicado y hermoso, de las curvas de su cuerpo que se entreveían a contraluz debajo del vaporoso camisón de seda.
Habían hecho el amor en el vestíbulo en cuanto llegaron de
la celebración de Año Nuevo. La pasión fue tan abrasadora que los había consumido a los dos. Sin embargo, ella se había ido apresuradamente al cuarto de baño y él la había esperado tumbado en la cama pensando en lo mucho que iba a disfrutar tomándola despacio una vez saciada la voracidad. Había sido tan arrogante, había estado tan seguro de que ella aceptaría, que había escrito a Jeannine para decirle que pensaba llevar a Paula a Nueva York y ella había hecho el resto. Sin embargo, no se preocupó ni por un instante de lo que implicaba sacar un billete, porque lo único que le importaba era que Paula estaría a su lado cuando se marchara. Dejó escapar un improperio en voz baja. El pánico, el arrepentimiento, el dolor y la desesperación se resumieron en una idea. No podía marcharse sin ella si no
quería volverse loco. Agarró el asa de la bolsa de cuero y la
retiró de la cinta transportadora.
–Su tarjeta de embarque –señor Alfonso.
–Quédesela –replicó con voz firme–. No la necesito en este
momento.